El poder y la gloria

El poder y la gloria

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Los casos recientes de denuncia de abuso sexual o violación (el caso de Monsalve en Chile y Errejón en España) plantean el problema de la relación que media entre el discurso que se emite y los actos que se ejecutan.

Tanto Monsalve como Errejón han enarbolado las banderas del feminismo y en especial declararon, una y mil veces, la necesidad de remover cualquier forma de violencia contra las mujeres. Y, sin embargo, han ejecutado los mismos actos que discursivamente condenan. El fenómeno no es, desde luego, nuevo. Todos recuerdan el caso de los curas que mientras controlaban la sexualidad ajena con reglas y con condenas, practicaban la pedofilia. Y está el caso de feministas (también podría sumarse a este elenco el expresidente Fernández) que mientras decían luchar contra el machismo golpeaban a su mujer. Y así podrían citarse otros casos de sujetos de izquierda y de derecha que han hecho carrera protestando por las situaciones de abuso sexual que ellos mismos ejecutan.

¿Significa lo anterior, entonces, que el discurso feminista es falaz o que los mensajes de la Iglesia son simples engañifas? ¿Que no hay que creer esos discursos porque quienes los pronuncian en realidad en secreto los transgreden?

Aparentemente, sí. Después de todo, es natural esperar que si alguien dice algo de manera sincera es porque está dispuesto a estar a la altura de lo que dice. La consecuencia entre lo que se dice y se hace sería una prueba de que quien pronuncia el discurso cree de veras en lo que afirma. Pero, en cambio, si alguien dice que tal cosa es incorrecta y la ejecuta en secreto es —suele pensarse— porque no la cree de verdad y emite el discurso con fines puramente oportunistas. Trasladado esto a la política, podría decirse que cuando la izquierda se proclama feminista no hay que creerle demasiado porque, como lo mostraría el caso de Monsalve (o de Errejón o de Fernández), se trata solo de palabras, simple demagogia.

¿Será así?

Bien mirado, no. No es así. Hay dos razones para pensarlo.

Desde luego, el valor de verdad o de corrección de un discurso o de un enunciado, no depende de las cualidades morales de quien lo emite. Para saber si un enunciado es o no verdadero, usted debe compararlo con el estado de cosas a que se refiere; pero sería estúpido considerar algo verdadero porque quien lo afirma es virtuoso, o falso porque lo diga alguien vicioso. El valor de un punto de vista ideológico o de cualquier otra índole es independiente de la conducta de quien lo profiere. Luego, un abusador o un violador puede emitir un discurso feminista verdadero y un sujeto virtuoso, un discurso machista falso y prejuicioso. El discurso sigue siendo válido y las razones contenidas en él, dignas de ser atendidas, aunque quien lo pronuncia no sea de fiar. En la gran novela de Graham Greene —El poder y la gloria—, quien muestra la grandeza de la fe es un cura alcohólico, infiel a la castidad y padre sacrílego. Y los sacramentos no perderían valor al ser impartidos por él, ni los evangelios equivaldrían a superchería porque él los enseñara. ¿Diremos lo mismo del discurso feminista pronunciado con entusiasmo por abusadores? Parece que la racionalidad indica que sí. Es el abusador quien pierde su valor, no el discurso que pronuncia.

Pero, por supuesto, hay diferencias entre el cura de El poder y la gloria y casos como el de Monsalve (que parece ser cierto, ya veremos) o Errejón (que confesó el abuso, aunque lo atribuyó al neoliberalismo).

Cuando, en efecto, Graham Greene muestra al cura en el México anticlerical y laico, lo hace para mostrar la índole contradictoria de la condición humana desde el punto de vista de un cristiano que sería capaz de sostener la fe incluso contra sí mismo. Las contradicciones del cura de Greene tienen profundidad y están inspiradas por el rezo que concluye “tuyo es el poder y la gloria”. Estos otros casos, en cambio (los del tipo atribuidos a Monsalve o a Errejón, como los de los curas pedófilos), no tienen nada que ver con el poder y la gloria; son más bien casos de pícaros o perversos que disfrutan de la transgresión y por eso subrayan una y otra vez el discurso feminista con el solo propósito, seguramente inconsciente, de brindarse el placer de transgredirlo. (El Mercurio)

Carlos Peña