Muchos se congratulan porque en las elecciones municipales y regionales se habría impuesto la “moderación”. Detrás de este festejo parece situarse la creencia de que aquella es un bien en sí misma, quizás por la noción aristotélica de que la virtud se halla en el justo medio entre el exceso y la ausencia.
Sin embargo, antes que sumarse a ciegas al elogio de la moderación, resulta necesario detenerse un poco. Bienvenida sea la mesura si ella supone un tono amable y cuidadoso para intervenir en el debate, alejado del griterío y el insulto que dominan el espacio público en el último tiempo. El deterioro del diálogo cívico no es solo una cuestión de formas, sino también la ratificación práctica de que algo importante se ha ido pudriendo entre nosotros. Recuperar la palabra precisa y los buenos modales para dejar de lado la crispación sería un aporte indiscutible.
Por desgracia, no parece ser solo esto lo que hay en la celebración del triunfo de la sobriedad. Como suele ocurrir, muchos la definen más por lo que no es que por lo que es: la moderación no es “extremismo”. Pero ello, la verdad, no nos lleva muy lejos y dice poco.
¿Qué es lo que se aplaude entonces? Al parecer, que hayan salido trasquilados candidatos como Francisco Orrego o Alejandro Navarro, para dar solo dos ejemplos de tipos “extremos”. En lugar de preferir a los extremistas, los votantes se habrían inclinado por los comedidos, que en este caso serían los candidatos provenientes de la política tradicional. La victoria de Claudio Orrego representa el paradigma del avance moderado.
Aquí ya cabe comenzar a distanciarse de la moderación que se festeja. Porque parece claro que, luego de más de una década de estancamiento y mediocridad, lo que el país necesita no es la moderación que ofrece la política tradicional, sino una bien dirigida disrupción que remezca las bases de un sistema anquilosado. Lo más probable es que no sean moderados como Evelyn Matthei, Michelle Bachelet o Claudio Orrego -miembros insignes de la clase política que ayudó a ponernos en el lío en el que hoy estamos metidos- quienes le pongan ruedas al país y lo empujen fuera de su empalagosa modorra actual. La razón es bien simple: ellos son más parte del problema que de la solución.
Lo recomendable no es la moderación por sí misma, sino la prudencia. Esta es la virtud política por excelencia, pues requiere una adecuada apreciación de la realidad que ilumine la acción concreta. “Bueno es lo que antes ha sido prudente”, decía el filósofo Josef Pieper. Chile no necesita políticos que se escondan tras una supuestamente benigna moderación para evitar decisiones difíciles que resultan inevitables a estas alturas, sino líderes prudentes que conozcan la realidad y traten de superar con realismo el estancamiento que nos asfixia desde hace años. (La Tercera)
Juan Ignacio Brito