Durante su intervención en el seminario de Icare “2025: Un pacto por el crecimiento”, realizado la semana pasada, la presidenta del Frente Amplio Constanza Martínez planteó una importante interrogante: “Cuando Chile crece ¿quién crece?”, sin ensayar una respuesta, aunque posiblemente sospechando que apenas lo harían algunos chilenos, insatisfactoriamente pocos. Fue la idea que se proclamó con perseverancia a inicios de la década pasada, cuando el movimiento estudiantil ocupaba en masa las calles, mientras Alberto Mayol escribía su inquietante libro “El derrumbe del modelo”. El crecimiento se lo llevan los ricos, se decía entonces sin ambages. Consecuentemente, en este rincón del mundo se habría entronizado la desigualdad más alta del mundo; de tanto ser repetida esa consigna millones de chilenos se lo creyeron a pie juntillas.
Pero la evidencia es, suele ser, contundente: cuando Chile crece, ese crecimiento y sus beneficios lo experimentan, qué duda cabe, la gran mayoría de los chilenos. Durante las dos décadas de mayor expansión de la economía después de la recuperación de la democracia en 1990 millones de compatriotas salieron de la pobreza, engrosando una clase vibrante media, que a poco andar se convirtió en la más extendida como proporción de la población en América Latina. Actualmente, la pobreza se sitúa en un rango inferior a los dos dígitos porcentuales, el valor más bajo de la Región. Los chilenos que se debatieron en la pobreza, no pocos de ellos en la extrema pobreza, fueron los que ganaron con el crecimiento económico sostenido de la economía chilena en esos años.
Por su parte, el Reporte de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas -el estudio más reconocido en la materia a nivel mundial- ha dado respuesta a esa pregunta repetidamente. Nuestro país encabeza el ranking de desarrollo humano de América Latina desde que se elabora hace casi tres décadas.
Para mayor abundamiento, un trabajo del PNUD chileno cuyas conclusiones fueron publicadas en el libro “Desiguales” (dos años antes del estallido social), se reportaba una reducción significativa de la desigualdad de ingreso en el país, que aunque insuficiente como para acercarse a los niveles de los países más igualitarios de la OCDE, ponía de manifiesto que los beneficios del crecimiento económico se repartían mejor que en el pasado de ese país pobre y desigual que vivieron las generaciones precedentes. Todavía más, las cohortes de los chilenos más jóvenes -vaya paradoja- experimentan la menor desigualdad de todas las de su misma edad que las han precedido en el país.
La interrogante planteada por Martínez está en el trasfondo de la duda casi existencial que todavía parece estar enraizada en el Frente Amplio respecto del crecimiento. Y es que, si acaso sus frutos se los repartieran unos pocos, como creyeron sus líderes hasta no hace mucho -sin ningún fundamento-, más vale decrecer y, de paso, repartir la riqueza generada en los “30 años”, que impulsar trabajosas políticas públicas para impulsarlo. Se trata de un error estratégico -quizás el más relevante- de una generación de jóvenes que alcanzó el poder removiendo al crecimiento de la centralidad que debe ocupar en el desarrollo e implementación de las políticas públicas.
Quizás la pregunta más relevante sea otra: cuando Chile deja de crecer ¿quién pierde? La respuesta se cae de madura: los menos aventajados, los más desposeídos y, por supuesto, los pobres, que todavía constituyen un apreciable número de chilenos -y que podría estar creciendo por primera vez en décadas.
Es lo que sucede cuando el crecimiento económico deja de ser el foco principal del esfuerzo gubernamental y del sistema político. La evidencia sobre esta materia es abrumadora y no hay que ir muy lejos para encontrarla: en la Región a la pertenecemos abundan los ejemplos, algunos de ellos de los más penosos que se pueda imaginar en materia de pobreza y desigualdad. (El Lïbero)
Claudio Hohmann