¿Se ha fijado usted que, en muchos asuntos de interés nacional, se escucha a los políticos decir que hemos alcanzado un “punto de inflexión”?
Matemáticamente hablando, el punto de inflexión es un punto en un gráfico en el que se produce un cambio en la concavidad de la función, en el que ésta cambia de ser cóncava hacia arriba a ser cóncava hacia abajo, o viceversa. En el ámbito social, la expresión se usa para referirse a las personas que deciden tomar nuevas medidas, en algún sentido, para cambiar de dirección o rumbo.
La política, sin embargo, nos colma de “puntos de inflexión”, haciéndonos presente sus preferencias declaradas -en las que habría de generarse ese cambio de rumbo- y, sin embargo, luego no orienta su actuar racional para provocarlo.
De ahí que y, a estas alturas, hablar de “puntos de inflexión” parece entonces una saciedad semántica. La expresión ha perdido todo sentido, relevancia y significado.
Por una parte, la política se ha transformado en una tribuna crítica, que no contiene los intereses de las personas, sino que se construye en torno a sus expectativas, las que, dicho sea de paso, no conduce. A partir de ahí, juzga en redes sociales o a través de los medios de comunicación el estado actual de las cosas (a veces de la mano de algunos diagnósticos) para luego sumar una serie de lamentos y terminar concluyendo que, tal o cual fenómeno, debe marcar un antes y un después.
Pero cual comentaristas de la realidad, siempre empáticos con aquello que califican de “dolores de las personas”, los políticos no toman cartas en el asunto teniendo las atribuciones y los medios para hacerlo. La empatía que manifiestan sería, por así decirlo, tan solo declarativa pues poco hacen por cambiar aquel rumbo del que se lamentan. En ese sentido, no sé ni siquiera si a ello pueda llamársele empatía; tal vez más bien sea una suerte de cinismo. A ratos, también nos recuerdan los agobiantes “hay que” (dirigidos a terceros) que tantas veces se escuchan en este país, pasando por alto que es a ellos a quienes les ha caído el sayo.
Por otra parte, cuando son conscientes de esas facultades y medios, su manera de abordar el desafío para generar el cambio de dirección, muchas veces resulta voluntarista y desapegado de la teoría y la razón, ofreciendo soluciones que, lejos de ser tales, terminan por acrecentar el “dolor “que alguna vez identificó.
¡Cuán distinto sería si en vez de catalogar todo como una tragedia y un punto de inflexión al menos se tomaran en serio su significado para producir una diferencia! Otro gallo nos cantaría si pasaran del “hay que” a algo así como lo siguiente: “en lo que a mí compete, comenzaré por hacer esto, lo otro y lo de más allá, guiado por la evidencia.”
En educación escolar y universitaria, estamos llenos de puntos de inflexión y de sentidas declaraciones “empáticas” por los niños y jóvenes del país. Pero la curva no cambia de dirección. A pesar del consenso -al menos aparente- que existe sobre el problema (que salta a la luz en cada ciclo de la prueba de admisión a la educación superior o cuando se publican resultados de pruebas internacionales), se sigue haciendo lo mismo. Mucho ruido y pocas nueces, a pesar de lo apremiante que resulta ponerse manos a la obra.
Ni hablar de la insostenible burocracia que aqueja a los sostenedores de colegios particulares subvencionados o de la violencia en los establecimientos educacionales, sobre todo públicos, y del sistema universitario respecto del cual y, nuevamente, se atornilla al revés, planteándose un impuesto al capital humano avanzado, entre otros problemas de la reforma presentada que reemplazaría el sistema de crédito con aval del Estado.
Hablando de impuestos, también es evidente que la carga para los contribuyentes del impuesto de primera categoría es excesiva y que ella nos resta competitividad, lo que sumado a la complejidad de nuestro sistema impositivo y para desarrollar proyectos de inversión en general, resultan en un cóctel anti crecimiento (por ende, muy poco empático, para con las personas).
Sin embargo, cuando se plantea la rebaja del impuesto a las empresas, ésta siempre viene de la mano de otro errado “hay que”, esta vez del tipo, “hay que aumentar algún otro impuesto”, por ejemplo, a las personas, por la vía del global complementario o de impuestos especiales a la primera distribución de dividendos, deshaciendo con el codo lo que se supone escribía la mano. Para qué decir el impuesto futuro encubierto y a la clase media chilena que implicará el préstamo al Estado en materia de pensiones.
Cuando hablamos de la necesidad imperiosa de generar inversión y ahorro y del “punto de inflexión” en que nos encontramos, penosamente pareciera que se ha claudicado a la idea, demostrada por la evidencia empírica, que mayores puntos de crecimiento económico implican más desarrollo y calidad de vida para las personas (amén de más recaudación), y que éste es más justo, solidario y eficiente, al menos en Chile, que la redistribución estatal que se hace de la recaudación tributaria hacia los más desfavorecidos.
El punto de inflexión supone un antes y un después, no solo quedarse en el antes; tampoco solo en lamentos y menos orientarse hacia soluciones que, desapegadas de la razón, hacen que la curva de la función no cambie y siga su curso, en franco descenso.
El problema es que de tanto mal usar el término nos hemos empezado a acostumbrar a que no signifique nada y, en consecuencia, a que no pasará nada. Multiplicar y hacer crecer las expectativas ciudadanas, que anhela que finalmente ese punto de inflexión se produzca, para luego frustrarlas por la inacción o conducción errada de quienes las han azuzado, solo socava todavía más la confianza hacia la política que, paradojalmente, se cree tan empática y cercana con estos discursos.
¡Un punto de inflexión, por favor, pero para quienes se integran a la política! (Ex Ante)
Natalia González