En medio del verano, en una ceremonia destinada a nombrar a Mon Laferte como embajadora cultural de Valparaíso, el presidente Gabriel Boric señaló: “Un diputado republicano –republicano en el mal sentido de la palabra, o en el mal uso de la palabra, desde mi punto de vista– decía ‘el aumento de presupuesto al Ministerio de Cultura demuestra lo desconectado que está el Gobierno de la realidad’ (…). No dejemos que se apropien de la república, por favor”.
Más allá de la polémica sobre los fondos asignados a cultura, resulta interesante indagar en la disputa que plantea el mandatario respecto del término “republicano”. ¿Cuál es el “mal sentido de la palabra” al que hace referencia? ¿En qué consiste esa “república” de la cual no quiere que se apropien? Difícil saberlo, dada su inclinación a hacer de la ambigüedad teórica una parte constitutiva de su identidad.
No sería una mentira decir, en todo caso, que el republicanismo como corriente de pensamiento ha sido objeto de cierta ambigüedad histórica: mientras a algunos les es imposible pensarla si no es en clave liberal, otros han buscado reivindicar dicha corriente como una tradición por mérito propio.
Para el filósofo español Alfredo Cruz Prados, hablar de liberalismo y republicanismo es hablar de “dos ideales éticos” distintos, de dos modelos que demandan de sus miembros un conjunto diferente de virtudes para su propia perfección. El modelo de plenitud liberal es el que se desenvuelve en el ámbito de lo privado; las instituciones políticas tienen, por tanto, un valor instrumental: son buenas en la medida que permiten proteger y potenciar los espacios de autonomía individual.
Por su parte el republicanismo, si bien estima importantísimo cubrir las necesidades materiales y el bien particular, los considera el piso sobre el cual se cultivan las virtudes humanas más perfectas, aquellas que se desenvuelven en el cuidado y desarrollo de lo común, la res publica.
“El hombre –nos dice Cruz Prados–, involucrándose en empeños comunes y más ambiciosos que el cuidado de lo privado, dispone de la ocasión para desarrollar al máximo sus talentos y hacer germinar la virtud”. Siguiendo en esto a Aristóteles, Cicerón y, más recientemente, a Alexis de Tocqueville, la república se erige como un orden político en que los distintos grupos que componen la polis (ricos, pobres y clases medias; familias, vecinos y organizaciones intermedias) participan en su preservación y fortalecimiento.
Algunas preguntas “caen de cajón”: ¿Qué posibilidades de éxito puede tener la opción republicana en tiempos donde reina la antipatía por la política? ¿Qué incentivos puede haber a la participación en un contexto donde las instituciones hacen mérito por acumular desconfianza? Esbocemos algunas respuestas.
Por una parte, las derechas en Chile ya conocen las consecuencias negativas de la estrategia puramente liberal–tecnocrática. Desregular la cultura, privatizar las ideas y valores, y abrazar una concepción meramente instrumental de la política (un “mal necesario”, dirían), es justamente el camino que permitió a las izquierdas progresistas imponer su agenda en los distintos espacios de la vida pública. La centroderecha ya vivió dos veces dicha experiencia (en 2011 con el movimiento estudiantil y en 2019 con el estallido), cuando las buenas capacidades técnicas de los expertos terminaron sucumbidas ante la presión de aquellos grupos con lineamientos políticos fuertes. Hoy, la candidatura de Evelyn Matthei cae en los mismos errores: repite los equipos técnicos del piñerismo y hace un llamado a la unidad –con partidos tan distintos como Amarillos y Republicanos–, basado justamente en la ausencia de contenido de fondo.
La alternativa republicana, en cambio, se distingue por su llamado explícito a no abandonar lo político. Y lo hace no solo porque le reconozca, como hemos mencionado antes, un carácter constitutivo del bienestar humano, sino también porque en el contexto pluralista en el que estamos insertos, abandonar la arena pública es sinónimo de que ideologías progresistas la reclamen para sí.
Lo anterior implica estar abierto al debate sobre los bienes humanos que constituyen a su vez una parte esencial del bien común. Conservadores y progresistas son más conscientes de la inevitabilidad de esa disputa que sus pares liberales, y a pesar del permanente conflicto que ella significa, no es excluyente con la convergencia en determinadas materias. En ese sentido destaca el proyecto presentado hace unos meses por un conjunto transversal de parlamentarios, desde el Partido Republicano al Frente Amplio, para prohibir la maternidad subrogada. Desde un punto de vista propiamente liberal, “alquilar” el vientre debiese ser una decisión o un contrato radicado en el ámbito de lo privado y para el cual bastaría el mero consentimiento de las partes. En cambio, tanto para un conservador como para un progresista, el simple consentimiento no basta para convertir la maternidad en un bien de mercado.
Dicho de otra manera: frente al “despeje de lo valórico” que alguna vez propusiera la ex-presidenta de Evopoli, Gloria Hutt, el republicanismo invita al resguardo de aquellos derechos, pero también deberes y límites, que son fundamentales para el bien común. De allí se explica el énfasis republicano en la afirmación del patriotismo, la tradición y la cultura, que además de colaborar con la realización humana, son necesarios para garantizar la lealtad hacia las institucionesy la sostenibilidad de la polis en el tiempo. Tocqueville, por ejemplo, no dejaba de destacar el rol que cumple la religión, en particular la cristiana, en la forja de un necesario sentido del deber por parte de los ciudadanos. Las iglesias, las organizaciones intermedias y las instancias políticas de descentralización territorial son clave para canalizar el cultivo de dichas virtudes.
¿Será esto a lo que se refería el presidente Boric? Difícil. Su versión del republicanismo es probablemente más cercana a los ideales de participación provenientes desde la izquierda, en los que las mayorías se agrupan con el único objetivo de derribar las estructuras imperantes, incluso aquellas que forman parte esencial de la vida en comunidad. Ese republicanismo de la “voluntad general”, como lo llama Charles Taylor, tiene su principal heredero en el “marxismo y en particular su variante leninista”. Y ya sabemos adónde nos lleva ese camino. (El Líbero)
José Ignacio Palma