Sin embargo, es efectivo que el país debe consensuar una serie de «asignaturas pendientes» de la mayor importancia: el estatus de los pueblos originarios, los órganos constitucionalmente autónomos, la designación y atribuciones del Tribunal Constitucional, la posibilidad (o no) de otorgar derechos a perpetuidad sobre recursos naturales, leyes de quórum calificado, descentralización, estatuto de las empresas públicas, y régimen de gobierno, entre otras.
En el actual escenario de profunda crisis política, parlamentarios deslegitimados, y creciente crispación, con otras reformas ásperamente debatidas, darle educación cívica a la ciudadanía y lograr consenso es virtualmente imposible. Solo contribuirá a tensionar aún más el ambiente.
La ruta alternativa sería concentrar todos los esfuerzos constitucionales, en una primera etapa, en lo esencial: el régimen de gobierno que el país requiere, sobre lo cual parece haber creciente consenso: terminar con las monarquías hiperpresidenciales de cuatro años de duración con elecciones municipales de por medio.
Todos los presidentes, de la coalición que sean, estiman que cuentan con 18 meses para pasar a la historia y asegurar la reelección de su coalición. Esto se combina con un proceso legislativo enredado, clientelar, hasta hoy controlado por caciques de las cúpulas partidarias, y poco tecnificado, en el buen sentido de la palabra. Es una receta para el fracaso de cualquier proyecto país de largo plazo, y para cocinar al vapor las leyes y programas públicos, sin preocuparse mayormente por la factibilidad de su implementación o por su impacto real.
El hiperpresidencialismo nos pone en el riesgo de caer en un pésimo gobierno, sin salida constitucional, o a la inversa, en tener que terminar con un muy buen gobierno, aun con gran popularidad, por el fin de su mandato. Por contraste, como ejemplos, Margaret Thatcher -cuyas inclinaciones ideológicas disto de apreciar- fue Primera Ministra del Reino Unido mientras contó con la popularidad de su pueblo, durante 21 años. Angela Merkel es Canciller desde el 2005 a la fecha. A ojos de sus ciudadanos, lo hicieron bien.
Según A. Valenzuela (1980), «los sistemas presidenciales son menos estables que los parlamentarios porque son menos aptos para sociedades con divisiones y conflictos sociales profundos, y aun peor, para sociedades donde aquellas divisiones se reflejan en un sistema de partidos donde ni el centro ni la derecha ni la izquierda dominan de forma que se pueda llegar a una solución política mayoritaria»… es decir, el retrato hablado de Chile.
En 100 años, América Latina, con regímenes presidenciales, ha tenido 300 golpes de Estado, incontables revoluciones y experimentos populistas de todos los colores. Chile ha aportado a esa cuota. Por cierto, no se debe temer la fallida experiencia de la república parlamentaria de Chile a inicios del siglo pasado. Esa no fue una república parlamentaria, ni siquiera constitucionalmente. Fue un engendro fracasado.
Esa es la primera reforma constitucional urgente. Ojalá se aprobara antes del término del actual mandato presidencial. Una vez plebiscitado, si se aprobara un régimen semipresidencial de esta naturaleza, legitimado por la ciudadanía, se llamaría a elecciones generales, de Presidente y parlamentarios, con un sistema transparentado y democratizado de partidos. Comenzaríamos una nueva y mucho más sana etapa de nuestra historia, abordando posteriormente las remanentes reformas constitucionales con un Congreso ya legitimado.