El triunfo de Mauricio Macri ha suscitado atención continental; también tensión debido a los antecedentes: en los últimos 70 años no les ha ido nada de bien a los presidentes no peronistas. Si bien la alternancia de diversas posiciones es casi la esencia de la democracia, este no es un cambio cualquiera, sino que uno de un país que no ha escapado del todo a la polarización que va más allá de la puja corriente entre gobierno y oposición. Aunque Macri logre consolidar una posición que se sostenga, que no se crea que el desafío del kirchnerismo va a desaparecer. Lo mismo en Brasil, donde se ha debilitado una fórmula política afín al populismo, aunque en una versión moderada. Veremos cómo maduran los resultados de las elecciones venezolanas.
La polaridad entre países inclinados en mayor o menor medida a persuasiones neo-populistas y otros a una democracia europea que consideremos normal (Mujica cabe aquí) no se va a esfumar; es un proceso de larga duración. Es una división entre países y al interior de esos países. ¿Cómo poder definir esta articulación de manera más precisa? Propongo un ejemplo: en las relaciones con EE.UU., otro nudo de la historia continental.
Las fórmulas populistas (o «nacional-populares») ponen el acento en una insuperable diferencia de intereses ante Washington y en favorecer una confrontación más aguda o más intermitente según sea el caso. El arco es amplio: desde Perón, pasando por los Castro, Allende, Chávez, Rafael Correa, etc. Proclamar que «el imperio» es la fuente de los males era una consigna irrenunciable, aunque Perón mostraba vaivenes. Mantener el fuego vivo de una pugna más imaginaria que real con Washington alimentaba a la vez una confrontación interna, en general con la «burguesía» (¿alguien recuerda esta definición entonces «científica»?), «oligarquía» o «élites» (el furor actual en nuestro Chile). Todo lo que sea diferenciarse de EE.UU. les parece positivo, aunque sea aliarse con un régimen como el ruso -un nacionalismo conservador a la hora de clasificarlo-, que incluso posee menos mensaje universal que el nacionalismo de los zares. Este antiimperialismo florece en la academia (y también en la norteamericana, gran paradoja) y en los medios como verdad de hecho; es de rigor en muchas fórmulas políticas.
La otra posición ante Washington no es necesariamente pronorteamericana por antonomasia; sería una mala forma de definirla o asumirla. Se trata de orientar la meta de política interna y externa al modelo de las democracias tal como estas se han desarrollado en la modernidad, aunque sin renunciar al criterio propio y a la necesaria independencia de juicio; en lo internacional sobre todo se trata de que la principal cooperación debe ser con estos sistemas, y que dentro de lo posible la política vecinal y regional debiera seguir los mismos principios. ¿De qué se trata? Para poner un ejemplo concreto, me parece que una orientación como esta debería aproximadamente tener como meta las relaciones que Canadá tiene con EE.UU. El estar dentro de una solidaridad básica, enraizada en la historia y en la vecindad, no es óbice para que Canadá mantenga su visión y cuide algunos intereses intransferibles sin tener que caer en la manida retórica antinorteamericana para declamar que se es independiente.
Una América Latina que sienta las cosas de esta última perspectiva es quizás mayoritaria; me atrevo a poner las manos al fuego sosteniendo que no es menos de la mitad, aunque posea menos discurso y menor presencia mediática. En todo caso, ambas fórmulas de esta América deberán convivir por largo tiempo; las dos pertenecen a lo profundo de nuestra historia.