La decisión de la oposición derechista de llevar la glosa de gratuidad al Tribunal Constitucional ha sido fuertemente criticada por el oficialismo. Además de representar un legítimo derecho de aquellos que dudan de la constitucionalidad de una medida, el recurso ante el Tribunal Constitucional sólo refleja la incapacidad del gobierno para avanzar una de sus promesas más importantes de campaña por el camino de la legislación. El camino para establecer la gratuidad de la educación superior debió haber sido la ley y no el resquicio legal de la glosa presupuestaria.
Parte del debate sobre la constitucionalidad de la gratuidad responde más bien a los cuestionamientos que existen sobre el papel que debe cumplir el Tribunal Constitucional. Erróneamente sindicado por algunos como un resabio autoritario (también había Tribunal Constitucional antes de 1973), el Tribunal Constitucional chileno se parece a los que existen en otras democracias del mundo (incluidas muchas de las de la OECD, club de países desarrollados al que aspiramos parecernos). Es verdad que algunos de los poderes y atributos del tribunal chileno exceden a los de otros países. Pero eso más bien llamaría a reformar al tribunal más que a abolirlo.
Otra justificada crítica es la forma en que se eligen sus 10 miembros. Como normalmente están diseñados para que reflejen mayorías diferentes a las que se expresaron en la última elección, sus miembros tienen periodos más largos o para ser nombrados por la Corte Suprema o tener el apoyo de mayorías calificadas en el Congreso. En Chile, sus 10 miembros son nombrados por la Corte Suprema (3), el Presidente de la República (3), el Senado (2) —por mayoría de dos tercios— y por la Cámara de Diputados (2), con acuerdo del Senado. Desde la reforma constitucional de 2005 (que aumentó el número de 9 a 10 y cambió la forma de elección de sus miembros), los nombramientos de los 4 nombrados por el Congreso han sido por cuoteo entre la Alianza y la Nueva Mayoría. En varios casos, los nominados han carecido de las credenciales necesarias para ocupar tan importante cargo.
La forma liviana y con lógica de cuoteo partidista que ha usado el Congreso para nombrar a los miembros del Tribunal Constitucional ha ayudado a alimentar las críticas a la legitimidad de éste. Pero la irresponsabilidad con que el Congreso ha nombrado a sus miembros no significa que el Tribunal pierda su importancia ni su legitimidad. Si la aerolínea nombra como piloto al primero que va pasando no significa que el puesto del piloto deje de ser importante, sólo evidencia la irresponsabilidad del que lo nombró.
En muchas democracias del mundo, los problemas políticos a menudo se judicializan. Ya sea porque los afectados deciden cuestionar la constitucionalidad de algunas medidas o porque la clase política es incapaz de ponerse de acuerdo para clarificar los derechos y deberes establecidos en la Constitución, los conflictos políticos a veces terminan siendo solucionados por jueces que nunca fueron electos para representar a nadie ni están mandatados a hacer leyes. En Chile, también hemos sido testigos de la judicialización de problemas políticos. Las decisiones sobre proyectos energéticos o mineros con impacto medioambiental a menudo terminan en manos del poder judicial. Incluso la forma en que se debe regular el alza de las ISAPRES se ha convertido en un tema sobre el que los jueces tienen más poder de decisión que la clase política. Aunque en Chile (pero no en otros países, como Estados Unidos) constituye una rama independiente del poder judicial, el Tribunal Constitucional también está compuesto de personeros que no han sido electos. Su importante rol de dirimir controversias constitucionales no debiera ser confundido con el papel de árbitro de empates políticos.
La discusión sobre la gratuidad en Chile debe ser abordada por el Congreso Nacional a partir de un proyecto de ley que envíe el Ejecutivo y que sea debidamente debatido en ambas cámaras. Ahí podremos ver cuáles son las posturas de los distintos partidos y cuál es el espacio sobre el cual se puede producir un acuerdo político que permita a la Presidenta Bachelet cumplir una de sus más importantes promesas de campaña. Después de todo, la Nueva Mayoría tiene una amplia mayoría en el Congreso de legisladores que fueron electos al amparo de Bachelet, compartiendo sus promesas de campaña —incluida la gratuidad—. Ninguno de los candidatos de la NM que hoy ocupan escaños se opuso pública y activamente a la promesa de gratuidad hecha por Bachelet en 2013.
Al optar por el camino del resquicio legal en vez de la vía adecuada de una legislación en el Congreso, el gobierno dio el primer paso para judicializar la que debía ser la más importante de sus reformas. Ahora, la capacidad de la Presidenta Bachelet de cumplir con su promesa de campaña está en manos de una institución que goza de legitimidad institucional pero que fue diseñada para hacer otra cosa.