La decisión del TC sobre gratuidad generará enorme incerteza social y tensión política. Cerca de 200 mil familias que calculaban estudios superiores gratuitos para alguno de sus hijos se encuentran inquietas, mientras un número mayor que había quedado fuera podrá esperar ansiosa algún beneficio. Ningún centro de educación superior puede hacer un presupuesto. La Presidenta promete que igualmente habrá gratuidad el 2016, pero nadie puede afirmar responsablemente cuál podría ser la política mientras no se conozcan los alcances de la sentencia.
El escueto comunicado de prensa del TC informa que lo objetado son los requisitos de elegibilidad para que accedan a la gratuidad los estudiantes de universidades privadas no CRUCh, institutos profesionales y CFT, en razón de haberlos considerado como una discriminación arbitraria; algo que varios advertimos hace meses ocurriría, si se atendía a los criterios asentados por el TC en materia de diferencias arbitrarias.
No sabemos aún a ciencia cierta si la sentencia considerará razonables los requisitos de elegibilidad y objetará que no se les aplique a universidades del CRUCh. Si así fuera, sería posible mantener en lo grueso la política establecida en la glosa; excluyendo de la gratuidad proyectada tan solo a los pocos estudiantes de universidades CRUCh que no cuentan con los años de acreditación suficientes. El comunicado, sin embargo, parece decir algo mucho más grave para la política, pues lo objetado sería exigir requisitos de elegibilidad para los estudiantes que no son de universidades del CRUCh. En tal caso, el resultado técnico del fallo sería el de mantener la suma asignada por la glosa, pero dejando como beneficiarios de gratuidad a todos los estudiante de los cinco deciles más pobres, cualquiera sea el establecimiento en que estudien. Ese escenario generaría altas expectativas entre los nuevos beneficiarios, pero como los fondos asignados no alcanzan para todos, el legislador tendría que, contra el tiempo, dictar una nueva ley que bajara parejamente el umbral de pobreza elegible, cambiara gratuidad por becas, o volviera sobre distinciones que, una vez más, podrían ser impugnadas como discriminatorias. La discusión de esa legislación impopular será, muy probablemente, generadora de altísima tensión en la arena política.
Tres lecciones preliminares: Más allá del debate acerca de los sueños de país que algunos imaginan en el proceso constituyente, el caso nos recuerda, como pocos podrían hacerlo, que una Constitución es una forma de organizar, distribuir y, esencialmente, de limitar el poder político. La educación cívica del propio Gobierno lo enseña al decir, casi tiernamente uno de sus spots , que la Constitución es la madre de las leyes, que estas tienen vida propia, pero no se mandan solas. No se trata de la madre protectora que muestran esas imágenes, sino de una estricta contra las mayorías. Eso es de la esencia de una Constitución. No debiéramos olvidarlo.
Segunda: Lo decidido se funda en un lenguaje breve de la Carta Fundamental, cual es la prohibición de discriminación arbitraria. Difícilmente una nueva Constitución contendrá un enunciado diverso a ese o más específico. El caso nos recuerda entonces que más importante que las declaraciones abstractas de grandes principios, las constituciones se juegan en las reglas que distribuyen el poder entre órganos y en la manera en que ella misma dispone conformar cada uno de ellos.
Tercera: Los órganos jurisdiccionales que tengan competencia para aplicar la Constitución, cualquiera ellos sean y cualquiera sus atribuciones, tendrán siempre un poder contra mayoritario. Será más improbable que este se ejerza para invalidar políticas públicas vigorosamente debatidas en el Congreso y con altos niveles de participación ciudadana. Para que la política mayoritaria sea respetada debe ser antes elaborada de una manera republicana y democrática por órganos revestidos de autoridad y prestigio. Esas formas son las que una Constitución y los actores políticos deben de cuidar muy especialmente.