La reacción de la Presidenta revela una verdad que se había insinuado y permanecido levemente soterrada, pero que ahora sale a la luz y quizá sea la explicación de buena parte de los tropiezos gubernamentales.
Se trata de un rasgo de la personalidad presidencial: la obstinación.
La obstinación (Herman Hesse escribió un texto en el que la elogia) consiste en obedecer al «propio sentido». Equivale a lo que Max Weber (quien desconfía de ella) llamaba convicción: el apego irrestricto a un cierto objetivo final con desprecio de las consecuencias que se producen al perseguirlo a ciegas. El obstinado (para usar el término de Hesse) o el convicto de un solo objetivo (como diría Weber) cree que la única forma de medir el resultado final de su acción es el logro de la meta que tiene a la vista. Frente al atractivo de ella, enfrente de su seducción, la realidad se le estrecha, se encoge y todo lo demás principia a importar poco o nada.
Al abrazar con entusiasmo y con fervor la meta que persigue, la persona obstinada llega a identificarse del todo con ella, y entonces sobreviene lo peor: los obstáculos que detecta en la tosca realidad, las llamadas de atención acerca de los probables tropiezos, las palabras que le aconsejan tolerar un cierto rodeo son vividos como amenazas personales, como debilidad o defección, como desafíos a la propia determinación.
¿Acaso no es eso lo que le ocurre al Gobierno? ¿No tiene la Presidenta una voluntad obstinada que fuerza a sus asesores y ministros a ponerse detrás de lo que ella persigue, aunque el análisis racional aconsejaría esperar para tener éxito?
Solo así se explica que mientras la ministra Delpiano, por ejemplo, plantea que es mejor postergar la presentación de los proyectos de reforma a la educación superior, la Presidenta ordene que, fuere cual fuere la circunstancia, esos proyectos (hasta ahora inexistentes) se presenten en diciembre. Así se explica también la presentación de la glosa de gratuidad sin que exista una previa definición del sistema de educación superior que, a través de ella, se persigue instalar. Ambos casos -no vale la pena ocultarlo- son resultado de la obstinación presidencial.
Lo anterior es muy grave: el esfuerzo colectivo de la Nueva Mayoría se está transformando en un asunto relativo al destino de la Presidenta; la adhesión al programa común, en la fidelidad a la palabra de Michelle Bachelet, y el roce de la política, en el deseo de perjudicarla.
No cabe duda, la clave de lo que ocurre es la obstinación de la Presidenta: su voluntad como medida de todo.
Herman Hesse ve en la obstinación casi la máxima de las virtudes; pero él no está pensando en el político, sino en el individuo. En la esfera política, quien tiene la razón es Max Weber. El obstinado, o la obstinada, arriesga no ser una buena política. Al reducir todo a una convicción que de tanto abrazarla casi se confunde con ella, la personalidad obstinada olvida que la política es un quehacer colectivo (el signo inequívoco de ese olvido es que comienza a emplear el «yo» más de lo necesario, como lo acaba de hacer la Presidenta); que el programa es un diseño racional (y no una simple palabra empeñada); que las coaliciones no son lealtades hacia una personalidad, sino hacia un proyecto (un proyecto cuya realización requiere compatibilizar voluntades), y que en democracia los rivales simplemente cobran los errores (en vez de estar animados por el oscuro propósito de frustrar a la Presidenta).
Los gobiernos fracasan cuando los ciega el ideologismo; es decir, cuando un relato fantasioso de la realidad los inunda; pero también fracasan cuando los asesores o los ministros, por falta de carácter o por simple incompetencia, dejan que la obstinación presidencial desplace a la deliberación.