Temor al flaite

Temor al flaite

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Sorpresa. Esta fue la reacción unánime ante el último Índice Paz Ciudadana Adimark GfK, que advierte una disminución estadísticamente significativa de la victimización -esto es, del número de chilenos que señalan haber sido ellos mismos o algún miembro de la familia víctima de robo o intento de robo en los últimos seis meses-. Nadie lo habría imaginado, si se tiene en cuenta un ambiente de opinión que apunta exactamente en sentido contrario, a raíz de la publicidad alcanzada por la delincuencia. Esa no fue la única sorpresa. A pesar de los llamados «portonazos» para apropiarse de vehículos de lujo y de los cinematográficos asaltos a residencias en la zona oriente de Santiago, es en estos grupos, los de ingresos elevados, donde más cae la victimización. Al revés de lo que sucede en los niveles socioeconómicos bajos, donde sube.

El índice, finalmente, ofrece una tercera sorpresa. Aunque la experiencia de ser víctima de la delincuencia ha disminuido, el temor a ser objeto de ella ha aumentado, también de manera significativa. Este afecta en especial a los estratos medios y bajos, y el mayor salto se observa en este último. Es la primera vez, desde que partió este índice, hace quince años, en que victimización y temor saltan en direcciones opuestas.

Hay varias hipótesis al respecto. Una sería el impacto de los medios de comunicación y de las redes sociales, que amplificarían los hechos y, con esto, el temor. Otra aduce que el alza está asociada a la desconfianza que se observa hacia las instituciones, lo cual redunda en una sensación generalizada de desprotección y vulnerabilidad. Ambas hipótesis son plausibles, pero se podría agregar una tercera: el temor al flaite, con todo lo que este representa en materia de desviación, degradación y violencia.

Esto lo pienso a raíz de la investigación de tres académicos de la Universidad de Chile (Manuel Canales, Cristián Bellei y Víctor Orellana) sobre las razones que llevan a las familias de clase media a elegir y pagar una escuela privada para sus hijos, en lugar de acudir al colegio público, que es gratuito y ofrece la misma productividad académica.

¿Es el deseo de movilidad social? Es lo que suponían los creadores de la llamada «ley de inclusión», como fuera magníficamente ilustrado por el ministro de Educación de la época cuando señaló que hay escuelas privadas que «por $17 mil le ofrecen al niño que posiblemente el color promedio del pelo va a ser un poquito más claro», y los padres lo creen y las eligen.

La investigación mencionada concluye otra cosa. Lo que buscan las familias en estas escuelas no son herramientas para ascender socialmente, sino recursos para distinguirse (y defenderse) de los que estiman están abajo de ellos en la escala social y moral; concretamente -y empleo sus propias palabras-, de los flaites. El rendimiento académico es secundario. Lo que importa es el orden, la disciplina, y por encima de todo, el tipo de familia. Esto último se consigue por medio de la selección que impone el financiamiento compartido. El copago es la garantía contra los flaites, que encarnan lo que las familias de ingresos medios más temen: el desclasamiento.

El temor a la delincuencia se concentra y aumenta entre los chilenos de ingresos medios y bajos. Son ellos, también, los que más se quejan de la violencia en sus barrios. En todo esto está presente, tal como en la educación, el temor al flaite. El Gobierno haría bien en hacerse cargo de este fenómeno, en lugar de negarlo o simplificarlo a través de una retórica moralista. No vaya a ser que la población termine protegiéndose de los flaites como en otras partes del mundo se comienzan a proteger de los inmigrantes: apelando a la ultraderecha.

 

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