En primera persona. Hace algunos años me autoimpuse, salvo excepción calificada, no ver televisión abierta chilena, en particular sus espacios noticiosos. Las razones fueron muy simples: en general me parecía de mala calidad y, por lo mismo, una pérdida de tiempo. Habían (hay) muchos usos alternativos del tiempo más provechosos. Sin embargo, en un año electoral como el presente donde Chile parece estar jugándose algo importante he tenido la debilidad de volver a ser televidente de esos canales, esta vez especialmente de programas y debates sobre política contingente. Unas pocas excursiones en la materia han bastado para reafirmar con renovadas fuerzas las viejas convicciones.
Es cierto que, en ocasiones, los candidatos entrevistados no dan la talla y defraudan las expectativas mínimas esperables. Pero, más frecuente está resultando que los entrevistadores sean quienes no cumplan adecuadamente su papel, lo malentiendan o lisa y llanamente se adueñen del rol de sus invitados, dejando de paso a los telespectadores casi sin posibilidad alguna de informarse sobre las propuestas concretas y sus fundamentaciones de boca de los propios postulantes a cargos de representación popular. Desde luego, lo primero que se echa de menos es el auténtico arte de entrevistar que, en principio, consiste en generar las condiciones para que la persona entrevistada y sus ideas puedan darse a conocer de la forma más veraz posible. Esto es, que la realidad -de las personas y conceptos- quede expuesta (se haga patente) de forma nítida para la consideración de quienes acceden a ella a través de la pantalla. Solo así el espectador estará en condiciones de formular su propio juicio al respecto. Y, luego, actuar en consecuencia.
Lo que acontece, en cambio, es que -con escasas excepciones- los entrevistadores se plantean en una lógica hostil, agresiva, irreverente, impertinente, y hasta mal educada, al tiempo que abiertamente protagónica. Efectúan interrogatorios apremiantes sobre asuntos que parecen interesar más a ellos que al público destinatario. Las más de las veces el contenido de las inquisiciones guarda relación con acusaciones personales no siempre demostrables o con temas que preocupan únicamente a pequeños grupos socialmente influyentes o vociferantes, o a obsesiones ideológicas y fijaciones sobre el pasado que, queda la impresión, son parte del panorama psicológico de sus autores o de sus compromisos con la tan socorrida “corrección política”.
¿Y sobre las necesidades más relevantes de la población, los planes ideados para satisfacerlas, la sustentabilidad económica de los mismos, las visiones de desarrollo integral para el futuro de la Patria? De eso, poco. Mejor resulta elegir el camino de gatillar la “pelea corta”, escudriñar la cosa nimia o el yerro desconocido del pasado y dar cabida al morbo que ello puede suscitar, o imponer alguna “agenda ideológica” a todo trance. En suma, prima el show y el interés individual o sectario, el lucimiento individual y los propósitos predeterminados de quienes, contrariamente, debieran preguntar, ocultarse y desaparecer, para plantear luego -y cuando corresponda- interrogantes inteligentes que permitan efectuar precisiones que ayuden a develar siempre la verdad de cara al público, que espera ser bien servido. Un periodismo así no colabora al país ni a su democracia. Es hora de enmendar. (La Tercera)
Álvaro Pezoa