La disputa por el denominado centro del electorado y centro del espectro ideológico se entiende habitualmente como una misma franja dentro del espacio político. Sería el medio entre los extremos de la derecha y la izquierda. Identificaría al votante moderado y a la oferta política mesurada.
En tiempos de la Guerra Fría, era aquel lugar situado equidistante de los socialismos reales existentes y de las variantes capitalistas de puro mercado, que hoy llamaríamos neoliberales. Era, se suponía, la opción preferida de los sectores medios que aspiraban a una vida digna por mérito de su esfuerzo. Ni revolucionarios tumultuosos ni conservadores ultramontanos.
Dentro de las posiciones que ocupaban el centro del espacio político cabían diversas corrientes. Por lo pronto, laicas y cristianas, como en Chile eran radicales y democratacristianos, respectivamente. Pero también corrientes liberales y comunitarias. Tradicionalistas y progresistas. Pragmáticas e idealistas. Unas más proclives a una democracia gobernada por líderes carismáticos, otras a un gobierno democrático institucionalizado y por ende despersonalizado.
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Casi nada de esto vale ahora que la Guerra Fría mudó hacia el multipolarismo, los socialismos reales quedaron pulverizados entre los escombros del Muro de Berlín, y las sociedades capitalistas han pasado a ser progresivamente sociedades de estatus y no de clases.
Los grupos medios ocupan actualmente la mayor parte del espacio de la polis, entre los percentiles diez y noventa de la población. Son por tanto heterogéneos, con pronunciadas diferencias internas, con diversos estilos de vida y aspiraciones, con temores e incertidumbres también distintos y, en general, dotados de mayor movilidad: horizontal, vertical, intergeneracional, territorial, de empleo, de expectativas e ideológica.
El centro electoral ya no coincide con el centro ideológico y no hay una oferta única que pueda satisfacer la variedad de demandas que surgen desde los estratos medios de la sociedad, donde existen diferentes niveles de ingreso, educación, vivienda, ahorro y endeudamiento, de anhelos y frustraciones.
Por tanto, uno puede entender mejor el fenómeno contemporáneo del centro político si lo analiza multidimensionalmente y no sólo sobre la base de una escala derecha-izquierda o estatismo-mercantilismo. La primera sirve nada más que para la dimensión política-partidista, hoy de reducida gravitación, mientras que la segunda —que apasiona a académicos e ideólogos— apenas logra ser percibida en su vida cotidiana por los votantes y consumidores.
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Luego, el centro ya no está al medio, sino en los nuevos espacios de masas, tales como la televisión, la opinión publica encuestada, los usuarios de telefonía móvil, los centros urbanos, los jóvenes adultos con educación media como mínimo y gradualmente además con enseñanza superior, la población consumidora, los deudores de variado tipo, así como en espacios fuertemente aspiracionales, de supuestos competitivos y de dedicación a las trayectorias personales.
Es un centro, por tanto, más a la medida de los fenómenos de la posmodernidad que propiamente de la modernidad, con sus ideales heroicos de libertad, igualdad y fraternidad. Un centro permeable, líquido, de ondas y flujos, más próximo a los sentimientos y estados de ánimo que a las estructuras y las anclas. Que valora las cosas y los signos; en consecuencia, a la vez materialista y post materialista.
Tiene mucho este centro de pequeño burgués, status que Marx despreciaba en beneficio de burgueses y proletarios, las dos fuerzas vitales dentro de su narrativa, al menos en este punto impecablemente decimonónica. Una cultura que valora los sentimientos, esto es, aquella racionalidad que Weber designa como “afectiva”, sensible a los laberintos de la vida privada, que vive en la intimidad del hogar, algo de espaldas a los “grandes” sucesos, a la historia pública y al heroísmo de las emancipaciones.
Más bien, el centro de esta primera mitad del siglo XXI se mueve en un espacio medial y allí construye su visión de mundo, adquiere su socialización, comparte sus valores y aspiraciones, y manifiesta también sus distancias con la política. Es el espacio de la radio (cada día más apreciada), la TV abierta y el cable, las redes sociales, los breves mensajes, la circulación de imágenes, el espejo provisto por las encuestas, los opinólogos y el periodismo, nueva clase intelectual de la posmodernidad.
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En Chile, si se atiende a la conversación de los salones (en sentido lato, como el lugar simbólico donde se convocan y conversan las élites-que-son o aspiran a ser), este nuevo conglomerado social-urbano-cultural, sociológico y psicológico a un mismo tiempo, de variadas fisonomías y fluidas posiciones, aparece como una entidad amorfa, carente de interés.
En el mejor de los casos, dichas élites lo asumen como una masa sin tradiciones de clase, sin símbolos de prestigio, con una educación privada-subvencionada, primera generación universitaria, mayoría de endeudados, fácilmente manipulables, políticamente volátiles, fijados en el consumo y sus intereses típicamente pequeñoburgueses, de un inconfundible color propietario, con aspiraciones de ascenso social e instinto conservador de su status recién adquirido.
Este nuevo centro, que socioculturalmente es la mayoría de la población, es por eso también el objeto del deseo de la clase política y de sus élites, que sin embargo lo malentienden y desprecian.
La izquierda tradicional recela profundamente de este nuevo fenómeno de masas, que está lejos de constituir un proletariado al que sólo falta la chispa para encender su conciencia revolucionaria. Al contrario, es un conglomerado heterogéneo que en común tiene el ser un “producto” del crecimiento económico-social capitalista y de las dinámicas del mercado y la democracia. Y cuyas aspiraciones, igualmente variables, sin embargo apuntan en común a una mayor participación en la esfera del consumo, a mejores ingresos y, sobre todo, a ganancias de status en cuanto a reconocimiento, derechos, dignidad, trato igualitario, herencia educacional para los hijos y respeto en vez de abusos en la vida colectiva.
La derecha convencional, en tanto, imagina al centro de la política medial como una audiencia movilizada nada más que por apetitos de orden, seguridad y, sobre todo, crecimiento económico. Imagina, en su representación bipolar del espectro ideológico, que este sector de la sociedad está movido nada más que por demandas materiales y de bienestar, las que el mercado estaría en condiciones de proveer supuesto que se le deje actuar con un mínimo de interferencias y con un Estado bien gestionado, en condiciones de compensar fallas del mercado que, por lo demás, piensa esta derecha, serían pocas y fáciles de compensar.
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Y el o los antiguos partidos e ideologías de centro, ¿qué piensan y cómo se comportan frente al centro social, cultural y electoral? Hasta aquí, pienso yo, tienden a reproducir (inconscientemente o con plena conciencia ideológica) una de las dos visiones anteriores.
Las corrientes internas cuya oferta político-programática trata de asimilarse con la antigua izquierda, entienden su misión como sustraer a los votantes del centro de sus tentaciones pequeño burguesas y mostrarles que están alienados al preferir, por ejemplo, colegios privados subvencionados o servicios públicos gestionados por entidades con fines lucrativos, etc. Encuentran, pues, que las nuevas comunidades de sectores medios se han dejado atrapar por las dinámicas del mercado y sus efectos de individuación. Más que ser representadas, necesitarían por lo mismo ser corregidas, esclarecidas.
Las corrientes internas cuya oferta, en cambio, se inclina hacia el polo de la derecha convencional, suelen imaginar que los votantes del centro necesitan ante todo encontrar más y mejores vías de movilidad social mediante reformas mesuradas, serias, de talante personalizante, alejado por igual del individualismo extremo y de un extremo colectivismo. Necesitarían, entonces, una suerte de pater(nalismo) protector y un clima optimista que les permita soñar con un progreso incesante.
Dicho en pocas palabras, la nueva mayoría del electorado, el centro actual —propio de un capitalismo expansivo y de una democracia mediatizada, con difusas fronteras y contenidos ideológicos líquidos— no tiene representación ni conducción política. Los populismos de variada textura suelen surgir en estas circunstancias, precisamente para proporcionar una salida carismática, anti élites y de movilización social a estos grupos heterogéneos de la clase media en su vasta acepción. Hasta ahora no ha sido ésta una solución que se perfile en el horizonte chileno, sin embargo.
Más bien, la derecha conducida por Sebastián Piñera ofrece una respuesta parcial, sobre todo conectada a las dinámicas aspiracionales de los grupos medios, lo cual hasta aquí la mantiene en una posición de ventaja dentro de la carrera presidencial. Pero no es seguro que pueda mantener esa ventaja, precisamente por su limitada comprensión del nuevo centro y su visión economicista y managerial del mismo.
Por su lado, la Nueva Mayoría perdió en el camino su potencial de dirección, alejándose del centro sociocultural en vez de consolidar su cercanía inicial obtenida al amparo del carisma típicamente mesocrático de la Presidenta Bachelet. Hoy la NM no representa a la (real) nueva mayoría. Su crisis obedece justamente al hecho de que su proyecto en tal sentido fracasó.
A su turno, el Frente Amplio acaba de hacer un importante guiño a ese nuevo espacio electoral con la designación de una candidata que refleja mejor la emergente estratificación sociocultural actual de la sociedad chilena. Está por verse si podrá, además, ajustar una ideología, un programa, un discurso y su comunicación con relación a ese espacio, o si por el contrario, buscará identificarlo con alguna ideología revolucionaria tradicional.
En cuanto al PR, ofrece una figura de liderazgo que por su trayectoria también simboliza este nuevo espacio, pero que hasta ahora más bien se sostiene por su carisma medial y su talante de buena persona, mientras los contenidos de dicho liderazgo quedan bajo el control de las fuerzas tradicionales de izquierda, básicamente PS y PC. No resulta difícil imaginar el resultado previsible de esta simbiosis.
Finalmente, la DC, el factor potencialmente más decisivo en esta disputa por el centro, luego de subordinarse durante los últimos años a la conducción de las izquierdas tradicionales dentro de la NM, parece recuperar últimamente una cierta (real) voluntad de poder y da señales de estar dispuesta a asumir un liderazgo dentro del nuevo cuadro sociocultural y electoral.
¿Podrá hacerlo? ¿Tiene la coherencia interna para ello? ¿Posee un núcleo con el liderazgo suficiente para innovar en el terreno de las ideas y las prácticas? ¿Está dispuesta a correr el riesgo, no ya de “recuperar el centro” o de hacer una “oferta moderada” tradicional, sino de reinventar su visión a la luz de las nuevas condiciones de la sociedad y salir a constituir un nuevo sujeto político en el centro de la democracia medial?
Este fin de semana la DC comenzará a responder a estas preguntas. (El Líbero)
José Joaquín Brunner