Abel, la filosofía en la calle

Abel, la filosofía en la calle

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Tengo la suerte de tener un vecino filósofo, hecho bastante inusual por varias razones: por la escasez de filósofos, porque cada vez menos personas en Chile estudian filosofía y porque estadísticamente es poco probable que a uno le toque un filósofo de vecino. ¿Cuánto será el porcentaje de esa posibilidad? ¿Quizás un 0,0001%? Las estadísticas no son mi fuerte.

Hay que agregar, además, que esto ocurre en Cerro Castillo, un barrio de Viña del Mar, que es como una isla fuera del tiempo en una ciudad donde los barrios han sido devastados de manera inmisericorde. Y me temo que los pocos filósofos que quedan hayan huido a lugares más amables, donde sean todavía posibles el pensar y el conversar. Porque la filosofía más vital y genuina no se ha dado en los escritorios, sino en las conversaciones.

Humberto Giannini, filósofo oriundo de Valparaíso, decía que la «conversación es una de las formas de la hospitalidad». Baste recordar a los filósofos peripatéticos de la antigüedad que se paseaban por jardines y ágoras, indagando sobre las grandes y pequeñas preguntas de siempre. Hoy las plazas y jardines han sido invadidas por los pokezombies y -que yo sepa- ellos no cultivan el pensar. Por lo tanto, hoy es más probable que te toque un pokezombie de vecino que un filósofo. El filósofo es una especie en extinción, una rareza griega.

Pero yo tengo el privilegio, el gusto y la suerte de tener un vecino filósofo y un filósofo que no calza con la idea hecha que tenemos de los filósofos, como personas interesadas en asuntos relacionados con la estratósfera y no con los problemas de la prosaica vida cotidiana de cada uno de nosotros.

Abel González (así se llama mi vecino filósofo) es un hombre cordial, sencillo, que no anda por la calle en pose de «iluminado», que jamás usa una jerga técnica ni pedante para compartir contigo una reflexión filosófica. Abel, antes que nada, es un muy buen vecino, preocupado por el otro, atento a sus necesidades, siempre listo para ayudarlo en lo que sea y donde sea. El «otro» es para él un regalo, no una amenaza, como suele suceder en estos tiempos de desconfianza e individualismo. En esto se ve que es un lector y seguidor del filósofo Emmanuel Lévinas, quien hizo del rostro del otro un tema de la filosofía. Él encarna las ideas de Lévinas, no solo las explica intelectualmente.

Las ideas parecen vivir en él, que es lo que sucedía con la gran pensadora española María Zambrano -según Ciorán-. Me imagino que así eran los grandes filósofos de antes, como Diógenes, Nietzsche o Sócrates. O en nuestro país, el gran maestro que fue Jorge Millas. De hecho, a propósito del desencanto y pesimismo que se ha ido apoderando de todos nosotros, los ciudadanos del país, Abel -mientras me acompañaba un día en la noche en una sala de espera de una urgencia- me regaló esta frase de Millas dicha en tiempos difíciles y más oscuros que estos: «hay que animar la esperanza». ¡Qué frase memorable e iluminadora en estos días!

¿No hay miles de esas frases diseminadas en la filosofía, esperándonos para despertarnos del letargo y la alienación, para que nuestra «existencia sonambúlica se vuelva lúcida vigilia»? (Otra frase tremenda de Millas.) Abel las regala, sin ninguna pose, sin alarde, como un acto de amor. Porque la filosofía que no nace del amor -y en primer lugar del amor a la sabiduría- es una filosofía muerta.

Ahora que veo que los técnicos en currículum del Ministerio de Educación están minimizando la presencia de la filosofía en los colegios, pienso que ellos no tuvieron la suerte de tener un filósofo como Abel de vecino. Me gustaría llevar a Abel al Ministerio de Educación para que estos especialistas conozcan un filósofo de carne y hueso y sepan que la filosofía siempre ha estado en la calle, y que no hay mejor manera de generar educación cívica que enseñar a pensar, el pensar que nace cuando cruzas la calle e invitas a tu vecino a tomar un café para conversar sobre la vida.

Cristián Warnken
El Mercurio/Emol

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