Me siento tan lejos de quienes igualan el aborto al “asesinato” de un ser inocente, como de quienes sostienen que el aborto es un derecho de la mujer. Tan lejos de quienes se niegan a debatir el tema, como de quienes proclaman que las instituciones hospitalarias que decidan no practicar abortos se pondrían al margen de la legalidad si se aprobara el proyecto de ley que despenaliza el aborto en tres casos: riesgo de vida de la madre, inviabilidad del feto y violación. Ambas concepciones comparten una incomprensión de la complejidad de la vida humana, pero —sobre todo— una desvalorización de la libertad de las personas, demostrando una inclinación a imponer sus creencias sobre los demás.
Como es un tema tan delicado, uno espera del mundo político un debate con altura de miras. Desgraciadamente, ya se presagia la repetición del tono maniqueo que está instalándose en la sociedad chilena, con afirmaciones como las del diputado Andrade que, con su rudeza característica, limita el asunto al cumplimiento del programa de gobierno por parte de todos los integrantes de la Nueva Mayoría: el nuevo dogma de fe, superior a las convicciones personales.
La beligerancia frente a las declaraciones del rector de la PUC va también en ese sentido, anticipando un riesgo para el respeto a la libertad de creencias. Los diputados Jackson y Boric han postulado que la Universidad Católica no podría recibir fondos públicos si se niega a practicar abortos, como si el proyecto en cuestión obligara a practicarlo. Al contrario, el proyecto permite la objeción de conciencia individual y, como ha señalado el rector, los médicos podrán elegir estar o no en la institución católica. La amenaza de perder el financiamiento público revela que el discurso de la diversidad, para algunos, vale sólo cuando la diversidad es afín a sus visiones, y que la tolerancia no siempre es la virtud de los tolerantes. Condicionar recursos de todos los chilenos en virtud de la imposición de una creencia es un atentado grave a la libertad en una sociedad. Es en estas circunstancias donde se demuestran las convicciones democráticas.
La realidad puede muchas veces superar los principios que decimos profesar. Puede haber tantas situaciones como personas afectadas. ¿Quién puede juzgar? Las preguntas que hoy se nos plantean no merecen amenazas, ni presiones, ni consignas como respuestas. Al contrario, requieren de un estándar alto de reflexión colectiva y una disposición abierta que nos permita tener una legislación para abordar este doloroso y conflictivo tema, con racionalidad y resguardando los principios fundamentales para tener una mejor humanidad. (La Segunda)