La victoria nítida e inesperada (por el caudal de votos que logró reunir) de Trump debiera ser una señal de alerta para el así llamado mundo “progresista” (confieso que la palabra no me gusta, pero así se autodenominan hoy los dirigentes de centroizquierda e izquierda), en todo el mundo. Y desde luego aquí, donde problemas muy similares están golpeando a las clases trabajadoras y medias: inflación, inmigración descontrolada, inseguridad.
Ese mundo popular está emigrando electoralmente en Estados Unidos, Europa, y en alguna medida también en Chile, desde la izquierda hasta la derecha, incluso hasta la derecha más extrema y populista. Los obreros franceses que votaban por el Partido Comunista Francés hoy votan por el Frente Nacional. Trabajadores y clases medias, con bajos estudios, incluyendo latinos y afroamericanos, están engrosando las bases del Partido Republicano en Estados Unidos y, en cambio, sectores más altos y con mayor nivel educacional están votando por los Demócratas. ¿Son los votantes los que abandonaron a sus líderes “progresistas” o son esos líderes los que abandonaron a esos votantes? Quienes piensan lo primero son los que terminan denostando a su antigua base, trabajadores, empleados y desempleados, acusándolos de ser “fachos pobres”. La culpa la tiene el pueblo, desinformado, ignorante. ¿No será que el “progresismo” es el que ha abandonado al pueblo, dejándolo en una situación de orfandad política, por priorizar —entre otras cosas— una agenda “woke” que solo moviliza a sus electorados duros?
Por demasiado tiempo la inmigración, la seguridad y la economía han sido despreciadas por los “iluminados” ilustrados, que no han sido capaces de empatizar con los dolores de la gente de a pie. Encerrados en sus burbujas académicas, han inventado países que no existen, causas que no dan cuenta de las nuevas injusticias que el pueblo vive todos los días. El progresismo ha preferido muchas veces sacrificar la realidad a sus teorías, invisibilizando la cotidianidad de las personas de carne y hueso, no el pueblo imaginario que siguen inventando en sus “papers” imaginarios, sus consignas imaginarias, sus programas de gobierno y proyectos constitucionales imaginarios (parafraseando el poema de Parra). Lo vimos en la Convención Constituyente, tal vez uno de los ejemplos más extremos de lo que el progresismo imaginario puede llegar a construir. Después se quejan y espantan de la aparición de los Bukele, los Bolsonaro y los Trump. Es el espanto o estupor de una élite que no sabe cuánto vale un kilo de pan, que no vive en los barrios adonde asaltan o matan todos los días a las personas, ni tiene que convivir con oleadas de inmigrantes que han irrumpido en sus vidas. El gran culpable de que un energúmeno como Trump haya triunfado en Estados Unidos no es el pueblo, sino la élite progresista de ese país, que no ha sido capaz de ofrecer un horizonte de esperanza y seguridad a ciudadanos tomados por el miedo y la desesperanza, y ha dejado un vacío que alguien tenía que ocupar.
Y no se trata —como algunos líderes oportunistas creen— de hacer una operación maquillaje y tomar las banderas de la economía, la inmigración y la seguridad que han despreciado por décadas. Eso hizo Kamala Harris en la campaña, y el pueblo no le creyó. Eso han tratado de hacer Boric y otros dirigentes, y el pueblo no les cree. La consistencia es importante; por eso la centroizquierda necesita casi nacer de nuevo y repensarse a fondo. Acá en Chile, desde luego, debieran dejar de ser los “teloneros” de la izquierda más radical y más “woke”. O los Trump y Bolsonaro y Bukele terminarán por quitarles su “pueblo elegido” que ellos quisieron conducir. Así que, muchachos, más calle y menos academia, porque la realidad de millones hoy en este mundo complejo e inestable es muy dura. Como dijo Rimbaud, un rebelde al que “le cayó la teja”: “hay que abrazar la rugosa realidad”. (El Mercurio)
Cristián Warnken