Probablemente a estas alturas haya leído reseñas de Adolescence –la miniserie de Netflix- no sólo entusiastas, sino casi radiantes, proclamándola como uno de los grandes dramas de nuestro tiempo. Con 66,3 millones de visualizaciones en sus primeras dos semanas, Netflix afirma que Adolescence se ha convertido en la miniserie más vista de su historia a nivel global en ese período de tiempo. También es el título británico -de cualquier género- más visto en dos semanas. Y si bien el guion y las actuaciones son, sin duda, excelentes, surge la duda si parte del aplauso generalizado, especialmente en los medios de comunicación dominantes, no responde a que simplemente le repite a la élite liberal metropolitana lo que ya piensa con la fuerza de una ortodoxia religiosa: todo joven blanco, varón y de clase trabajadora es, en potencia, un agresor para mujeres y niñas, especialmente las niñas. Es una especie de bucle increíble: la élite liberal metropolitana produce un programa de televisión, un drama de ficción que ejemplifica todo su pensamiento grupal, y luego lo cita como prueba de que ese pensamiento grupal es correcto.
Tan es así que Keir Starmer -y, dicho sea de paso, la productora que hizo Adolescence recibió financiación estatal parcial- describió la miniserie en la Cámara de los Comunes, en un desliz lingüístico, como un “documental”. Y es que así lo ve la élite liberal metropolitana. Consideran que esto es, si no un documental, al menos un docudrama: una representación increíblemente precisa de lo que ha salido mal en la vida de los chicos adolescentes blancos, especialmente los de clase trabajadora, como el personaje de la serie. Y la verdad, la serie tiene muy poco que ver con la realidad. Parece más un ejercicio de pedagogía ideológica que un drama con complejidad moral.
La serie, que comienza con la detención de un adolescente acusado de asesinato, se articula como una secuencia ininterrumpida de escenas -una técnica cinematográfica conocida como one-shot – diseñadas para provocar alarma social sobre los peligros de internet, las redes, los incels y Andrew Tate (personalidad de internet catalogado de extrema derecha, peleador de kickboxing retirado británico-estadounidense, conocido por sus comentarios provocadores contra el movimiento feminista y la vacunación Covid obligatoria). El espectador queda inmerso con los personajes mientras atraviesan en tiempo real las consecuencias de un crimen espantoso.
Pero la historia se despliega sobre una suposición dogmática: que la masculinidad, en su forma actual, es inherentemente peligrosa. No es una característica que deba educarse o encauzarse; es una patología que debe ser corregida.
Esta narrativa es doblemente preocupante. En primer lugar, porque coloca al individuo bajo sospecha por su sola condición biológica y social. No importa si el chico tiene una familia estable, si es buen alumno, si nunca ha mostrado comportamientos violentos. Parte del problema, justamente, es esta fantasía de que la principal amenaza de violencia contra mujeres y niñas, especialmente niñas, proviene de chicos blancos de clase trabajadora criados en familias estables de dos padres. Pero la argumentación no tiene ningún sentido de realidad. El guionista dijo haberse basado en dos casos reales. En ninguno de esos casos el agresor era un chico de clase trabajadora con una familia estable ni blanco (casos de Hassan Sentamu y de Axel Rudakubana). Se entiende que asesinatos espantosos como el cometido por Axel Rudakubana hayan generado una especie de pánico moral en el Reino Unido. Pero esto es una completa mala lectura de las causas reales de ese episodio.
En resumen, si es varón, blanco y adolescente, ya está bajo el lente. La idea misma de derechos individuales y presunción de inocencia queda erosionada por una especie de determinismo cultural disfrazado de progresismo.
En segundo lugar, porque el Estado y sus instituciones culturales (escuelas, medios, plataformas financiadas en parte con recursos públicos) se convierten en los grandes vehículos de esta nueva moral pública. Adolescence no sólo es promovida como entretenimiento; ¡se la quiere mostrar en escuelas para reeducar a los varones! Se exige que los chicos vean la serie, interioricen la culpa y se autocondenen ante sus compañeras. Como si la masculinidad fuera un virus del que deben aprender a avergonzarse.
Este nuevo dogma no resiste el contacto con la realidad. Las propias encuestas citadas por los defensores de estas ficciones muestran que la mayoría de los adolescentes varones no admiran a Andrew Tate y que los pocos que lo hacen no son precisamente los blancos de clase trabajadora, sino adolescentes de minorías étnicas. Además, los casos reales en los que se basó la serie nada tienen que ver con chicos normales llevados al crimen por internet. En la mayoría, hay historias de traumas, abandono, salud mental y marginación estructural que la serie simplemente omite. Esos son causas reales de los crímenes de jóvenes en el Reino Unido, que justamente tienen relación con la falta de familia, de figura paterna y de enseñanza de lo que la responsabilidad significa.
Adolescence responde a una tendencia más profunda: el vaciamiento de la noción de “masculinidad” como algo positivo o necesario en la vida social. El discurso dominante la equipara a violencia, opresión o estupidez. Y a la vez, se ignoran o minimizan los datos empíricos sobre la situación de los varones: en el Reino Unido, los chicos están quedando sistemáticamente atrás en educación, desde el nivel inicial hasta la universidad, las mujeres menores de 30 ya superan a los hombres en ingresos, los varones tienen tasas mucho más altas de desempleo, suicidio y abandono escolar, y el ausentismo paterno afecta sobre todo a las clases bajas, donde el 60 % de los chicos crecen sin padre presente.
Pero denunciar esta situación parece, para muchos, un crimen. La lógica del victimismo identitario opera en modo suma cero: si los varones también tienen problemas, eso diluye la narrativa de que el patriarcado sigue intacto. Es por eso que se responde con silencios o burlas a cualquier intento de equilibrar la conversación.
El liberalismo clásico siempre advirtió contra los dogmas colectivos que aplastan al individuo. Y hoy, el nuevo puritanismo de género está logrando precisamente eso: imponer una visión monolítica de lo masculino como problema, mientras convierte al varón joven en el nuevo chivo expiatorio de todos los males sociales.
Frente a esto, urge recuperar una defensa del individuo libre, juzgado por sus actos y no por su grupo, y una crítica sin concesiones a quienes usan la cultura y la educación como plataformas de reingeniería social.
No se trata de negar los problemas reales de violencia o misoginia. Se trata de evitar que, en nombre del bien, sigamos reproduciendo las lógicas más oscuras del autoritarismo moral: el juicio colectivo, la culpa heredada, la pedagogía forzada. Porque cuando eso ocurre, la libertad siempre es la primera en morir.
Finalmente, incluso si uno concediera que Adolescence refleja un determinado clima social en el Reino Unido -uno donde efectivamente han existido debates intensos sobre «masculinidad tóxica» y casos de violencia perpetrados por adolescentes de minorías raciales contra niñas británicas incluyendo el hampa sexual de Rotherham- extrapolar ese contexto a la realidad chilena carece de todo fundamento. En Chile no existe ni remotamente ese debate, ni mucho menos evidencia alguna de que chicos blancos, de familias bien constituidas e inteligentes, estén cometiendo crímenes semejantes a causa de redes sociales.
La recepción preocupada que esta serie ha tenido en ciertos sectores de mayores ingresos en la sociedad chilena sugiere, más bien, una desconexión significativa con la realidad local y, quizás más inquietante aún, una adopción poco reflexiva de un discurso importado que también parece haber calado hondo en nuestras propias élites metropolitanas. No construyamos un problema donde no lo hay. No adoptemos ficciones extranjeras como diagnósticos sociales propios. Porque los discursos prestados suelen llevarnos a remedios equivocados para males inexistentes. (El Líbero)
Eleonora Urrutia