Adviento

Adviento

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La vida se puede congelar por un tiempo, pero no por siempre. Llega el minuto en que, así como el aire, ella necesita de continuidad, rutina, proyección. La emergencia perpetua mata. De ahí que en todo el mundo los gobiernos se están planteando des-confinar en la medida de lo posible, aun sabiendo que no pueden apelar a la ciencia para disponer de una información cierta sobre cómo las cosas van a evolucionar.

Como lo ha dicho Angela Merkel con su habitual sinceridad, hay una “orgía de discusiones sobre las reaperturas”. Es un experimento social sin precedentes para democracias en tiempos de paz. Habrá que mantener el distanciamiento social, tanto en el plano público como en el privado, lo cual es más difícil en una cultura como la nuestra, en que somos altamente dependientes, afectiva y materialmente, de las redes familiares. Las relaciones laborales estarán alteradas por el teletrabajo y la segregación sanitaria. Los espacios públicos estarán restringidos, lo que vale tanto para el comercio como para las plazas, los conciertos y las marchas. Los padres deberán seguir educando a sus hijos en el hogar, porque las escuelas y colegios estarán sometidos a cierres imprevistos por nuevos brotes. Los desplazamientos se volverán más difíciles y sometidos a múltiples controles, lo que vigorizará las conexiones locales. Nuestras libertades estarán limitadas por frecuentes testeos y seguimientos, y habrá que tolerarlos.

No hay fórmula única: distintos países lo están haciendo de modo diferente. Lo importante es que el des-confinamiento sea ordenado, pues el caos es el mejor aliado del virus. Esto requiere confianza de la ciudadanía en sus autoridades y un amplio respaldo político. Alemania, Nueva Zelandia, Austria, Dinamarca e Italia, entre otros, parecen estar lográndolo; no así España, ni Estados Unidos. Chile, me temo, está aún lejos del primer grupo. Para acercarse a él y evitar que se amplifique la crisis de gobernanza que arrastrábamos desde el 18-O, necesitamos con urgencia de líderes dispuestos a correr fronteras y hacer un esfuerzo de entendimiento.

No se trata de des-confinar para retomar la normalidad —como todos naturalmente aspiramos—, sino para transitar a un futuro aún desconocido. Por lo mismo, hay que tomar este tiempo no como un paréntesis, sino como el preámbulo de un mundo nuevo; como un Adviento, ese período en que los fieles se preparan para celebrar el nacimiento de Cristo.

Esa preparación exige trabajo. De partida hacer el duelo y no quedarse pegados en la fantasía de que las cosas volverán a ser como fueron. En seguida, evitar que las energías sean enteramente capturadas por el activismo que demanda la contingencia. Y, por último, identificar esas tendencias que han emergido con este trastorno y que uno quisiera enraizar y perfeccionar: pienso, por ejemplo, en la limpieza del aire, en la hibridación entre vida doméstica y vida laboral, o en la concentración en lo realmente indispensable.

Lo que viene en lo inmediato, en todo caso, es un prolongado período de inestabilidad e incertidumbre. Como ha advertido Bill Gates, si, pasado el peak, “alguien espera que las cosas van a volver como eran en diciembre, lamentablemente no va a ocurrir”. La continuidad será cortada por confinamientos, des-confinamientos y re-confinamientos. Esta será la rutina; una vida donde nada se coagula, como en un baile donde los cuerpos se mueven al ritmo de una melodía que cambia de ritmo según el humor de este virus con el cual tendremos que aprender a convivir por un largo tiempo. Si salimos adelante, quizás a futuro recordemos estos tiempos con los versos de Pessoa: “De todo quedaron tres cosas:/ la certeza de que estaba siempre comenzando,/ la certeza de que había que seguir/ y la certeza de que sería interrumpido antes de terminar”. (El Mercurio)

Eugenio Tironi

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