Las imágenes y descripciones espeluznantes de lo que está sucediendo en Afganistán abruman. De lo que hay menos es un análisis de cómo se ha llegado a la situación en la que los talibanes, alabados durante meses por los observadores occidentales como socios de la paz, pudieron volver a la guerra con tanta facilidad y éxito.
Los pro intervencionistas argumentan que el problema es la retirada. La calamidad que se desarrolla actualmente en Afganistán sería una prueba de que Occidente debía estar allí. Sin embargo, pareciera que no fue la ausencia sino la presencia de las fuerzas occidentales lo que colaboró a sellar el destino que actualmente los estrangula.
En primer lugar, porque aunque siempre se habló de la construcción de una nación, solo se institucionalizó el caudillismo y las divisiones tribales, esmerilando cualquier posibilidad de que Afganistán sea un estado-nación viable. Y en segundo lugar, al promover la ilusión de que los talibanes se habían convertido en una fuerza de paz y un socio global potencial de la “comunidad internacional”. Si la primera razón convirtió a Afganistán en una nación de papel fácilmente invadible, la segunda envalentonó a los talibanes y los preparó para la actual invasión.
La explicación a lo que hoy pasa hay que buscarla en estos veinte años. La intervención occidental en Afganistán no fue más que una aventura militar en busca de una justificación. El verdadero objetivo era castigar al régimen talibán por el cobijo dado a los terroristas, misión que se disfrazó de idealismo para que la buenista opinión pública occidental la avalara.
La invasión de 2001 se presentó como una guerra contra al-Qaeda por la barbarie apocalíptica que azotó a Nueva York y Washington, DC, como si al-Qaeda no fuera un movimiento global sin fronteras, apoyado más por identitarios islamistas bien educados en Occidente, como los que planearon el 11 de septiembre, que por la gente golpeada por la pobreza que soportó la peor parte de esa guerra. Cuando quedó claro que el terrorismo islamista global no se detendría bombardeando Afganistán la justificación de la presencia de Occidente cambió. Fue una guerra para defender los derechos de las mujeres. Fue una guerra contra las drogas. Se trataba de construir una nueva nación.
La “construcción de una nación” se convirtió en la razón de ser de la empresa afgana. Pero en muchos sentidos fue lo opuesto. Lo que se estaba formando en Afganistán no era un estado coherente, mucho menos uno que gozaba de legitimidad a los ojos del pueblo afgano, sino más bien un gobierno amurallado en Kabul que contaba con el apoyo de la “comunidad internacional”, pero poca lealtad verdadera entre el pueblo afgano. De hecho, este gobierno financiado por Occidente terminó contribuyendo a una mayor corrosión y vaciamiento de la nacionalidad afgana al repartir la ayuda de manera de dividir las esferas de influencia locales, financiando a los caudillos en los que se podía confiar para mantener un mínimo de paz en las regiones más allá de Kabul.
Como Anil Hira escribió para el Instituto Canadiense de Defensa y Asuntos Exteriores en 2009, cuando los fracasos de la construcción de la nación ya eran evidentes, el nuevo Afganistán se definió por su falta de definición, por la ausencia de una estrategia coherente. El gobierno afgano y sus diversos patrocinadores occidentales eran una coalición suelta y desordenada que a menudo operaba en diferentes premisas estratégicas y en diferentes esferas de influencia. Esto significó, señala Hira, que la ayuda en sí misma, el respaldo de la comunidad internacional a la construcción nacional, tuvo “el efecto irónico de ayudar a financiar insurgencias y disonancias”.
Además de cultivar la debilidad del Estado, las fuerzas occidentales también descongelaron a los talibanes. En los últimos años, los adularon como una fuerza por la paz, un movimiento con el que se podría trabajar. Los talibanes se convirtieron en un actor central a partir de la firma en Doha del Acuerdo para Traer la Paz a Afganistán el año pasado con el gobierno de los Estados Unidos. Esta no fue la primera vez que ese país se engaña al creer que los talibanes podrían ser un gobierno normal y pacífico. En la década de 1990, cuando tomaron el poder tras el fin de la guerra afgano-soviética, Washington creyó durante un período de tiempo que podría haber algún interés común entre los Estados Unidos y los talibanes, especialmente en términos de restringir a Irán sus ambiciones regionales.
Sorprendentemente, incluso los acontecimientos posteriores no parecen haber desengañado a los observadores estadounidenses y occidentales. El secretario de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, dice estar consternado por la violenta conquista de los talibanes porque parecía ser un movimiento que buscaba “reconocimiento y apoyo internacional… Pensamos que los talibanes eran una fuerza para la paz”, dice, mientras comandantes talibanes conceden entrevistas a la BBC en las que dejan en claro que todavía creen que la amputación de la mano es el castigo correcto por robo y que ninguna niña debe recibir educación.
Por lo demás, las fuerzas occidentales cultivaron un estado fallido y fortificaron moralmente un ejército regresivo, sin comprender que muchos países preferirían un gobierno inspirado en la Sharia sobre la democracia liberal occidental -Afganistán, Irak y Palestina caen firmemente en esta categoría. El resultado fue tan predecible como terrible: el ejército regresivo arrasó con el estado fallido. ¿Significa esto que las fuerzas occidentales deberían haberse quedado? No. Sin embargo, esta huida de una calamidad en la que se desempeñó un papel clave en la creación tampoco debería haber ocurrido.
La magnitud de la humillación que acaba de sufrir Estados Unidos no es menor. La fuerza militar más poderosa de la Tierra y sus aliados increíblemente bien financiados en Kabul han sido apartados por un movimiento regresivo del siglo XII que cree que los adúlteros deben morir apedreados. Los aliados del ejército más sofisticado tecnológicamente del mundo han sido enviados a casa por un ejército islamista heterogéneo que se dedicó a rayar carteles publicitarios de productos de belleza femeninos en el momento en que llegó a Kabul. Una nación fundada en la libertad -y que justificó su presencia internacional en el lenguaje de la libertad- ha sido rendida por un movimiento tan intolerante que prohíbe la música pop, ejecuta a los comediantes que se burlan de ella y golpea a las mujeres con bastones si están vestidas de manera inmodesta.
Más allá de los dilemas de seguridad internacional que esto plantea, pareciera que el principal problema es la dinámica cultural corrosiva: Occidente no tenía fe en los mismos valores que decía estar entregando. Liberaremos a las mujeres de la vida bajo el burka, decían los funcionarios. Pero, ¿no es islamófobo criticar el burka o cualquier otra práctica islámica? Reemplazaremos su intolerante sistema islamista con una sociedad civil formada por profesores inteligentes, prometió. Pero, ¿no es crítico y posiblemente un poco racista insinuar que la democracia occidental es superior a la teocracia islamista? La presencia de Occidente en Afganistán se vio continuamente socavada por su descenso al relativismo moral. ¿Cómo se puede afirmar la autoridad civilizacional de los valores occidentales cuando todo el sistema educativo y universitario está dedicado a cuestionar y degradar la civilización occidental? ¿Dónde están las declaraciones de Kamala Harris y demás feministas condenando el trato de los talibanes hacia las mujeres que ya no se ven en las calles de Kabul? En el espacio de un solo día, pasaron de ser profesionales ocupadas a destruir todo rastro de su antigua identidad en un intento desesperado por evitar las represalias de los talibanes. Y, sin embargo, en su momento de mayor necesidad, las mujeres afganas no pueden acudir a las feministas en busca de apoyo, ya que para demasiadas privilegiadas de ellas, la solidaridad fraternal no puede contradecir la identidad musulmana.
No hay nada positivo en el final de la guerra afgana. Es un desastre para el pueblo afgano, un golpe devastador para la confianza de los Estados Unidos y otro paso atrás para aquellos de nosotros que creemos que los valores de la democracia y la libertad son superiores, en tanto resaltan la dignidad humana, y vale la pena luchar por ellos. (El Líbero)
Eleonora Urrutia