Recibido el fallo de la Corte Internacional de Justicia son muchas las reflexiones que surgen. Ello, tanto en el ámbito jurídico como en el diplomático y el político. Para quienes estuvimos involucrados en el proceso, se agolpa, además, un conjunto de emociones fuertes, que hacen todavía más complejo el análisis. De ahí que, por ahora, me aventuro con un mero esbozo de lo que me parecen hitos ineludibles en el análisis.
Contrario a lo que era la expectativa mayoritaria, la Corte resolvió la disputa aplicando el derecho -y nada más que el derecho- desde el principio a fin de su sentencia. Si bien es cierto que en eso consiste su misión, no deja de ser reconfortante que en esta oportunidad la Corte no haya olvidado su mandato, y algo preocupante es que esta primera constatación, que debiera ser lo obvio y esperable, sea motivo de alegría…
Siendo el caso de Bolivia una fabricación argumental fundada en la distorsión de la historia, pero por sobre todo, en la distorsión del derecho, la Corte se abocó a analizar lo que a un tribunal de derecho corresponde: indagar en qué instancia Chile habría supuestamente asumido una obligación con Bolivia de negociar una salida soberana al océano Pacífico. Y a partir de esta guía de análisis tempranamente anunciada en la sentencia, la Corte se dedicó a disectar uno a uno los distintos intercambios diplomáticos habidos entre Bolivia y Chile sobre el tema marítimo, para concluir sucesivamente que en ninguno de ellos era posible encontrar una intención de nuestro país de obligarse en el sentido pretendido por Bolivia. En el ámbito del derecho internacional, un país es libre de asumir una obligación de negociar; pero para ello es indispensable encontrar la voluntad de donde surge semejante compromiso. Nada de eso existía en este caso y la Corte, actuando como tribunal de derecho que es, así lo constató. Un indicio anticipado de que la Corte podría tomar esta correcta aproximación lo fue la pregunta que el juez Greenwood formuló a Bolivia durante los alegatos de la objeción preliminar. Ahí, dejando de algún modo ver su sorpresa por la falta de densidad del caso boliviano, consultó derechamente en qué momento específico, en función de cuál hecho concreto, Chile habría asumido una obligación de negociar. La respuesta boliviana no hizo más que confirmar que su causa se fundaba en emociones y ganas, pero no en derechos.
La Corte fue igualmente respetuosa de su misión al analizar el artículo 2° de la Carta de las Naciones Unidas, las resoluciones de la Asamblea General de la OEA adoptadas entre 1975 y 1989, las declaraciones y demás actos unilaterales de Chile, la supuesta aquiescencia de nuestro país, la doctrina del estoppel, la teoría de las legítimas expectativas y así suma y sigue con los distintos artefactos jurídicos intentados por Bolivia para intentar construir su caso. Con especial claridad y pedagogía, la sentencia se ocupa de descartar una a una todas estas inventivas, ratificando así la Corte que entiende que su mandato es resguardar la sana aplicación del derecho internacional, evitando que la confusión y el mal uso de sus principios y postulados pudiese convertirse a partir de este caso en nueva fuente de obligaciones, como pretendió Bolivia. Quizás el punto cúlmine del análisis tiene lugar cuando la sentencia se hace cargo de la teoría acumulativa planteada por Bolivia. Postuló nuestro vecino que aunque ninguna de las declaraciones y conductas de Chile pudiera dar individualmente lugar a una obligación de nuestro país, la suma de todas ellas sí lo hacía. Pues bien, la Corte se ocupó de descartar esta exótica teoría «holística», señalando que semejante mirada de conjunto nada agregaba al resultado. Como mejor lo dijera todavía el agente Claudio Grossman, sumar 10 veces cero, sigue siendo cero.
Consideraciones finales sobre los aspectos jurídicos de la sentencia. En buena hora, Chile nunca renunció a presentar y poner por delante -y como mejor argumento- la solidez legal de su caso. La defensa de nuestro país fue permanente desafiada, sino criticada, por confiar, al decir de alguno, casi ingenuamente en la fuerza del derecho. Ocurría pues que el caso boliviano era un artilugio jurídico de principio a fin, de modo que pretender empatarles en emocionalidad no era más que conceder la mitad de una causa que era enteramente nuestra. En la razón estaba nuestra fortaleza y no en aparentar una cierta vergüenza por nuestro éxito y desarrollo institucional o en competir en cuál de los dos países había agraviado más al otro. Tuvimos una Corte que cumplió su deber y que encontró lo que estaba buscando: los fundamentos en derecho que nos daban la razón. Gran día para el derecho internacional y para la diplomacia y el entendimiento entre los pueblos, postulados que habrían quedado seriamente dañados, de haber prevalecido la tesis de Bolivia.
Pero a estas cuentas positivas se suman otras no tanto. Sinceramente, es triste constatar, una vez ya terminado el juicio, que Bolivia, mal conducida por su dirigencia política, fue arrastrada a una aventura que solo dañó las relaciones entre nuestros países e hizo retroceder las confianzas como nunca antes. Soy un convencido de que excluyendo de la agenda bilateral el tema de la salida soberana al Pacífico, Chile y Bolivia pueden integrarse en forma extremadamente beneficiosa para ambos pueblos. Pero ocurre que esa alternativa es sumamente remota hoy, porque tenemos un pueblo boliviano que ha sido permanente desinformado. No solo fue arrastrado a una causa que no tenía asunto, sino que, peor que eso, acicateado hasta última hora para que soñara con mar propio; ello, a sabiendas las autoridades bolivianas que luego del fallo de las objeciones preliminares de 2015 ese resultado dejó de estar siquiera dentro de las alternativas. Ya ahí se había construido un paso fundamental para nuestro país, al quedar excluido de este juicio la posibilidad de que se nos impusiera una negociación con resultado de soberanía. Así lo recordó hoy claramente, por lo demás, la Corte en su sentencia, haciéndole imposible, por tanto, al Presidente de Bolivia desentenderse de la gravedad de su falta de franqueza. (El Mercurio)
Felipe Bulnes