Alianza Democrática: alternativa a la oleada ultraderechista

Alianza Democrática: alternativa a la oleada ultraderechista

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En estas mismas páginas, el 12 de marzo, escribí una columna titulada “Donald Trump es una amenaza para la democracia”. Concluía señalando que, en la hora actual, “la tarea de los demócratas es defender la democracia frente a la oleada ultraconservadora y ultraderechista que recorre el mundo, bajo el liderazgo de Donald Trump”.

Desgraciadamente, las recientes elecciones presidenciales y parlamentarias en los Estados Unidos no hacen sino confirmar e incluso agravar el diagnóstico anterior: Trump y los republicanos controlarán el gobierno, el Senado, la Corte Suprema y muy probablemente la Cámara de Representantes; es decir, el poder total, rompiendo con la base de la democracia constitucional en los EE.UU. en torno a los checks and balances (pesos y contrapesos) del sistema político.

Solo quedarán la libertad de expresión, la independencia del Poder Judicial y la vitalidad de la sociedad civil para contrarrestar el poder prácticamente omnímodo de Trump y los republicanos.

En ese contexto, ¿qué pueden y deben hacer las fuerzas democráticas (ni siquiera digo progresistas, sino democráticas)? Construir una Alianza Democrática que se pueda erigir no solo en un muro de contención sino en una alternativa a la oleada ultraderechista que recorre el mundo occidental (EE.UU., Europa y América Latina), bajo el liderazgo de Donald Trump.

Esa alianza debe erigirse sobre la base de tres definiciones –sin que sean admisibles ambigüedades sobre ninguna de ellas–: el valor universal de los derechos humanos (lo que significa que no hay lugar para el doble estándar), el valor intrínseco de la democracia, al margen de cualquier visión instrumental (no hay dictaduras buenas y malas) y el rechazo de la violencia en cualquiera de sus formas (el Estado es el monopolio de la fuerza, lo que supone combatir la privatización de la violencia).

Partamos por el principio.

En 2016 predije el triunfo de Trump. Como todos los martes, los 21 senadores de la Nueva Mayoría almorzábamos en el comedor del Senado y alguien propuso que hiciéramos una votación sobre quién iba a ganar la elección en los EE.UU. (como sabemos, las elecciones en ese país son los días martes). Todos apoyábamos a Hillary Clinton, pero la pregunta no era sobre intención de voto sino sobre quién ganaría la elección. El resultado fue de 20 para Clinton y uno para Trump, yo mismo.

Cité como argumento una entrevista que había visto por esos días en la BBC a una madre (apoyaba a Trump) y una hija (apoyaba a Clinton), en los Estados Unidos. La madre dijo algo así como: yo soy una mujer, blanca, americana, no soy minoría, y siento que Hillary es la candidata de las minorías, mientras que Trump le habla al conjunto de la nación. En otras palabras, agregó, siento que mientras Clinton le habla al LGTBIQ+, a las minorías sexuales, a los inmigrantes, Trump le habla al mainstream America, siento que me habla a mí, concluyó.

Por su parte, la hija dijo que votaba por Hillary y los demócratas precisamente porque eran la candidata y el partido de las minorías, y ella apoyaba a las minorías.

He ahí una falla geológica de los demócratas estadounidenses. Tal vez quien con mayor fuerza ha argumentado sobre el tema es Mark Lilla, él mismo un liberal o socialdemócrata, progresista y con todas esas credenciales, pero quien desde hace ya varios años ha estado argumentando sobre esa tendencia autoderrotista del Partido Demócrata, de constituirse en el partido de las minorías, dejándole el campo abierto a Trump y los republicanos para apelar al mainstream America.

Pues bien, volví a predecir el triunfo de Trump en estas elecciones presidenciales. Después de la euforia que a muchos nos produjo la bajada de Joe Biden –un gran presidente, a quien respeto y admiro–, la Convención Demócrata y la evidente ventaja de Kamala Harris sobre Donald Trump en el debate presidencial aquel, como si todo el resto de la campaña pudiera dejarse a las simples inercias, era evidente que en las últimas semanas y días Trump no solo se acercaba a Harris, sino que empezaba a aventajarla –en alguna oportunidad habrá que analizar cómo y por qué fallaron las encuestas y el propio modelo de predicción electoral de The Economist–.

En un mensaje del 26 de octubre, en un chat de un grupo de amigos vinculados a las RR.EE., les dije algo así como lo siguiente: Kamala va a perder por tres razones: inflación (más que el fenómeno de la inflación a nivel macro y de las cifras agregadas, la gente percibe que los groceries, es decir, los comestibles que se compran en el almacén, están muy caros, y los estadounidenses odian la inflación), las fronteras (el tema de la inmigración, percibida como muy fuera de control) y el aborto irrestricto que propician Harris y los demócratas.

Les dije que “Kamala no ha sabido apelar al voto moderado demócrata y republicano que no quiere votar por Trump pero que está uneasy con estos 3 temas”. En el debate con Trump, Harris estuvo brillante, salvo en dos temas: la primera pregunta referida a la inflación (groceries), que derechamente no contestó, y la pregunta que vino después sobre si ella reconocía alguna restricción al aborto, la que tampoco contestó.

Ahí están dos de los tres temas por los que perdió; el tercer tema era sobre fronteras e inmigración y ahí la factura se la pasaron completa a Biden-Harris.

Pero lo anterior ya es historia. Ya vendrán los análisis. Habrá que ver cómo y por qué Donald Trump ganó el voto popular por unos cinco millones de votos; cómo, una vez más, la apelación a las minorías dejó un gran vacío en términos del mainstream America; cómo la alianza entre Trump y las iglesias evangélicas blancas en torno al “nacionalismo religioso” –la tesis central del magnífico libro de Tim Alberta, The Kingdon, the Power and the Glory, es que lo que une a ambos no es la Biblia sino el “nacionalismo” religioso en torno a USA y el MAGA, que coincide con el nacionalismo religioso de Putin con las iglesias ortodoxas, de Modi con el hinduismo, o de Erdogan con el islam, entre otros ejemplos que podríamos citar– explica muchas de estas tendencias, entre tantas otras consideraciones que habrá que ver con calma y detenimiento.

El punto que quiero resaltar es el siguiente: el fenómeno Trump –porque es un fenómeno– no es un hecho aislado, sino que es parte de una tendencia muy preocupante. Me refiero a la oleada ultraderechista que recorre el mundo occidental (EE.UU., Europa y América Latina), que se constituye como la principal amenaza sobre la democracia.

“En 2004, el politólogo Cas Mudde definía el populismo como el espíritu de la época en Europa (The Populist Zeitgeist). Un espíritu que viene acompañado, además, de fuertes sentimientos nacionalistas, xenófobos y autoritarios”, escribió Belén Fernández García en The Economy Journal.

Los supremacistas blancos campean por doquier. El populismo de derecha radical muestra avances significativos. El fenómeno Trump es local, pero también es global. Tiene aliados en Europa, como Nigel Farage, fundador y líder del UKIP (United Kingdom Independent Party) que fue clave en el triunfo del Brexit en el referéndum de 2016, euroescéptico, populista de derecha, quien acaba de ser elegido al Parlamento; Viktor Orban, primer ministro de Hungría desde 2010 y líder del FIDESZ, amigo de Putin y del propio Trump, acusado reiteradamente por parte de la Unión Europea de debilitar la democracia y el estado de Derecho en ese país; en fin, Marine Le Pen en Francia, Giorgia Meloni en Italia, y una larga lista de dirigentes, movimientos y partidos de ultraderecha en el Viejo Continente, como la ultraderecha en Alemania y Austria, que acaba de tener importantes triunfos, son algunos de los aliados y referentes de Trump y el trumpismo, con redes, financiamiento y centros de estudio que comparten, a grandes rasgos, el mismo credo del líder republicano estadounidense.

Jair Bolsonaro en Brasil, Nayib Bukele en El Salvador, Javier Milei en Argentina y, entre nosotros, José Antonio Kast, son algunos de los referentes de esta tendencia global en la región.

Cabe recordar que Trump está sometido a cuatro investigaciones criminales, una de las cuales tiene que ver con la asonada (“subversiva”, “insurreccional”, “sediciosa”, según diversas expresiones) llevada a cabo el 6 de enero de 2021, en la que Donald Trump llamó a sus miles de seguidores, reunidos en Washington DC, a marchar sobre el Capitolio, la sede del Congreso, lo que procedieron a realizar.

Hace algunos meses, la Corte Suprema, de mayoría conservadora, declaró que el presidente de la República en los EE.UU. tiene inmunidad por actos en el ejercicio del cargo. Uno se pregunta, a la luz de todo lo anterior, que es solo un botón de muestra de la situación de Trump y el estado de la democracia en los Estados Unidos, ¿dónde está el Partido Republicano de Abraham Lincoln? Por ninguna parte. Trump ha adquirido un control total sobre el Partido Republicano.

En América Latina, su principal aliado ha sido Jair Bolsonaro. Cabe recordar que, al igual que Trump en los EE.UU., que desconoció el triunfo de Joe Biden en 2020, Bolsonaro encabezó una asonada insurreccional ante el resultado de las elecciones presidenciales de 2022, desconociendo el triunfo de Lula da Silva.

El intento por desconocer esos resultados, llamando a sus seguidores a tomarse plazas y edificios en Brasilia, ha devenido en un documento, en sede judicial, de acusación en su contra de 135 páginas. Se acusa a Jair Bolsonaro, cuatro generales, un almirante y una veintena de civiles de organizar una trama para anular los comicios electorales y cortar el paso a Lula.

Nayib Bukele en El Salvador, Javier Milei en Argentina y José Antonio Kast en Chile son algunos de los aliados de Trump en la región. En el caso de nuestro país, todo apunta a que las próximas elecciones presidenciales y parlamentarias tendrán como foco lo que ocurra al interior de la derecha. La primera voz de alerta fue la segunda vuelta en las elecciones presidenciales de fines de 2021, con el 44% obtenido por José Antonio Kast, exactamente la misma cifra que obtuvo la opción del Sí en el plebiscito del 5 de octubre de 1988, en favor de Augusto Pinochet.

La segunda campanada de alerta estuvo constituida por la opción del “A favor” en el plebiscito del 23 de diciembre de 2023, con un 44,21% (idéntico al de Kast en 2021 y de Pinochet en 1988), en un Consejo Constitucional con 22 representantes del Partido Republicano, sobre un total de 50, seguido de los 11 representantes de Chile Vamos.

Veremos cómo se desenvuelven la derecha y las derechas en el contexto regional y global, al menos esbozado anteriormente. La pregunta, sin embargo, es otra: ¿qué vamos a hacer las fuerzas democráticas en Chile, América Latina, los Estados Unidos, Europa (reformistas, progresistas, de centroizquierda, o como quiera llamárseles)?

Sin perjuicio de que en el caso de América Latina no puede ni debe desconocerse la existencia –y la amenaza– de tres dictaduras de izquierda (Cuba, Venezuela y Nicaragua), la amenaza global, la fuerza hegemónica emergente, o como quiera llamársele, es la ola ultraderechista y ola conservadora que recorre el mundo occidental (Oriente, el Asia, Medio Oriente, tienen otras claves que escapan a este análisis).

La tarea es constituir una Alianza Democrática que se pueda erigir no solo en un dique de contención, sino en una alternativa a esta oleada ultraderechista sobre la base del valor universal de los derechos humanos, el valor intrínseco de la democracia, y el rechazo de la violencia en cualquiera de sus formas. No se trata de excluir a nadie a priori –esa Alianza no puede constituirse sobre la base de la exclusión, sino de la inclusión–, en la medida que se adhiera sin ambigüedades a esas definiciones básicas, civilizatorias, democráticas (porque lo que está en juego y bajo amenaza es la democracia misma).

Vienen tiempos difíciles en Chile, América Latina, los Estados Unidos y Europa. Sin embargo, hay recursos históricos, políticos e institucionales para hacer frente a las viejas y nuevas amenazas que se ciernen sobre la democracia. Hay que echar mano de todos ellos.

La ciencia política está dividida, en los últimos años y décadas, en lo que se refiere al tema de la democracia, en dos escuelas que no son necesariamente excluyentes entre sí: por un lado, la del retroceso democrático (setback, backsliding) y, por otro, la de la resiliencia democrática. Esta última no desconoce los retrocesos, bajo una serie de parámetros, pero afirma que, por sobre ellos y más allá de ellos, hay recursos históricos, políticos, institucionales, y de la propia cultura política, actores sociales, medios de comunicación, que permiten hacer frente a las diversas amenazas –principalmente oleadas nacionalistas y neopopulistas, de derechas o de izquierdas– que se ciernen sobre la democracia.

Esas fuerzas democráticas, por ejemplo, han impedido que Marine Le Pen y la ultraderecha lleguen al poder en Francia. A pesar de sus triunfos, la ultraderecha en los Países Bajos y Austria ha tenido dificultades para formar gobierno por falta de socios para esa empresa.

Modi, en la India, expresión de un nacionalismo religioso (al igual que Trump en los EE.UU. y Putin en Rusia), aspiraba a sacar 400 escaños y obtuvo solo 240, por lo que tuvo que formar mayorías parlamentarias con dos fuerzas regionales (confirmando de paso la legitimidad de la Constitución de 1947), mientras que Lula terminó por imponerse sobre el intento de reelección de Bolsonaro.

En fin, hay recursos históricos, políticos e institucionales, pero se requiere también de visión, voluntad política, claridad estratégica y una política de alianzas que sea coherente con el objetivo, no solo de resistir, de una manera defensiva, sino de proyectar y construir una alternativa de los demócratas frente a la asonada ultraderechista. (El Mostrador)

Ignacio Walker