Cercanos los 50 años de su muerte por mano propia, algunos chilenos vuelven a discutir si Salvador Allende fue o no un demócrata. No es raro, el talante político de Bernardo O´Higgins siguió controvertido medio siglo después de su muerte en el exilio.
Extramuros es diferente. Luis Alberto Sánchez, gran intelectual y patriarca del Para peruano, lo describió en sus memorias como “un socialista sincero”, que se alejó de sus amigos apristas por influencia de Fidel Castro. El discurso con sus últimas palabras es una pieza clásica de los textos políticos a nivel global. En las más diversas ciudades del mundo tiene estatuas y su nombre está en plazas y calles. Esto ratifica lo que el mismo Allende decía, con humor, cuando se golpeaba un antebrazo: “toque aquí, compañero, ésta es carne de estatua”.
Como contrapunto interesante, Henry Kissinger no quiere recordar que lo definió como “enemigo jurado de la democracia”. Castro, por su lado nunca rectificó su invención de que Allende murió como un guerrillero… pero tampoco la repitió. Por eso, cuando dos décadas después se levantó el monumento a Allende a pocos pasos de la Moneda -su última residencia en la tierra-, hubo una suerte de resignación en sus adversarios o enemigos y también una reacción llamativa: “Sólo falta que lo canonicen”, dijo Lucía Hiriart, esposa del entonces exdictador y senador vitalicio Augusto Pinochet.
Vidas poco paralelas
Hoy se sabe que Allende había acumulado decisiones duras y dramáticas para ser liberadas y comunicadas el 11 de septiembre de 1973, en palacio, donde él estaba “para defender la dignidad del cargo”. En paralelo, el lenguaje de Pinochet en sus diálogos con otros militares, ese mismo día, fue anticlimático. Las grabaciones existentes muestran que no dejó huellas de caballerosidad y que hasta pasó por su mente la posibilidad de subir al presidente a un avión “y después se cae”. Tras el desenlace, sondeó la posibilidad de exiliar su cadáver: “Hasta para morir tuvo que joder, habría que enterrarlo en Cuba”. Paradójicamente, un desinformado Allende se había preocupado por su suerte, pues lo suponía prisionero de los líderes del golpe.
En cuanto a responsabilidades políticas la diferencia es todavía más profunda, pues Allende las asumió con su propia vida. Pinochet, en cambio, nunca asumió la indelegable responsabilidad del mando, propia de cualquier jefe militar. Las graves violaciones de los derechos humanos durante su dictadura las endosó a sus subalternos y luego, ante los jueces, invocó una supuesta discapacidad mental.
Amistad complicada
¿De dónde viene, entonces, ese concepto de Allende como enemigo de la democracia?
Creo que ese calificativo no puede fundarse en textos, discursos o actos públicos de Allende, en sus más de 40 años de actividad. Contrariando a Kissinger, ni siquiera lo compartía Nathaniel Davis, embajador de los Estados Unidos durante su mandato. En su libro Los dos últimos años de Salvador Allende -a mi juicio una de las semblanzas más perceptivas y equilibradas del expresidente- lo reconoce como un demócrata que verdaderamente quería llevar a Chile hacia el socialismo a través de los medios institucionales.
Al parecer, la descalificación de Allende como demócrata se apoya, en lo fundamental, en su compleja y asimétrica amistad con Castro. Marginalmente, suelen citarse frases que dijera en una entrevista que le hizo y editó Regis Debray, entonces publicista del mismo Castro y en un controvertido proyecto de reforma constitucional sobre el Área de Propiedad Social que, naturalmente, manejaron abogados.
Paradójicamente, Castro atornillaba al revés del interés allendista, pues temía que el éxito eventual de “la vía chilena” liquidara su vía guerrillera y, por ende, su liderazgo regional o tricontinental sobre las izquierdas revolucionarias. En 1971 vino a Chile, en insólita visita de 25 días, que sirvió para alentar a los castristas chilenos y agrupar a la oposición. Más insólito aún fue lo que ya recordamos: ese discurso suyo “de homenaje” a Allende en el cual le falsificó su muerte. Inventó que, tras destruir un tanque con un bazucazo, había muerto en duelo singular con los militares. Acribillado a balazos, Fue una invención destinada a acreditar sus tesis propias, pues terminó diciendo que “los chilenos saben ya que no hay ninguna otra alternativa que la lucha armada revolucionaria”. Con razón Gabriel García Márquez, que lo conoció de cerca, dijo: “No creo que pueda existir en este mundo alguien que sean tan mal perdedor”.
Desunida Unidad Popular
A vida cumplida, está claro que la eventual dictadura proletaria fue ajena a Allende y que la razón de su fracaso estuvo en la inviabilidad de su proyecto. Doloroso decirlo para quienes lo compartimos y/o implementamos. Era utópico, en plena Guerra Fría, ejecutarlo desde las instituciones, con base en sólo un tercio del electorado y, sobre todo, con los partidos de izquierdas sin una estrategia compartida.
Es que el presidente no sólo chocó con la oposición de derechas, el recelo de Castro y la desestabilización inducida por Richard Nixon con apoyo de Kissinger. También sufrió las almas antagónicas de la Unidad Popular, su alianza de gobierno. En su propio Partido Socialista la línea mayoritaria la lideraba Carlos Altamirano, convencido de que el enfrentamiento armado era inevitable. En el Partido Radical, el Mapu y la Izquierda Cristiana hubo escisiones profundas entre los sostenedores del proyecto allendista y los entusiastas de un marxismo-leninismo en versión castrista. Los comunistas, que fueron su apoyo más firme, no se resignaban a revisar su disfuncional tesis de la dictadura proletaria. Su jefe Luis Corvalán, entrevistado al respecto por su camarada periodista Eduardo Labarca, a lo más concedió que el gobierno se encaminaba hacia “una dictadura legal del pueblo de Chile”.
Era el costo en diferido del proceso electoral previo. Como Allende no era el candidato natural de su propio partido, su mandato nació enredado en compromisos que atentarían contra su coherencia y gobernabilidad. Durante tres años, debió consensuar (“cuotear”) hasta los cargos menores. Desde su frustración, muchas veces optaba –esto me consta- por dar instrucciones directas a los mandos medios. De ahí, también, su aprecio por la disciplina y pulcritud del establishment militar, expresada en su alta consideración hacia el jefe del Ejército, general Carlos Prats. Todo eso solía expresarlo, sarcástico, diciendo que, como Presidente, él era un simple coordinador de los partidos de la Unidad Popular.
En julio de 1972, percibiendo lo explosivo de la polarización en desarrollo, envió una carta a los jefes de los partidos oficialistas, denunciando como inconcebible la pretensión de desconocer “el sistema institucional que nos rige”. Pese a ser dirigido a un colectivo, el documento no pudo ser respondido colectivamente. Cada jefe respondió por su cuenta.
Si alguna vez un gobernante conoció verdaderamente la soledad del mando, ése fue Allende. Todo Chile pudo asomarse a su drama interno en mayo de 1973, cuando en pleno discurso soltó un sollozo ante las cámaras.
Soledad sin mando
Al filo del último día, el cuadro se le había cerrado de tal modo que sólo disponía de “antiopciones”: conducir el proyecto original era imposible; ceder a la oposición de izquierdas rompiendo la institucionalidad, aceleraría la reacción militar; gobernar con los militares siguiendo el “modelo uruguayo” era romper una coherencia política vital; resistir el golpe anunciado con las fuerzas de que disponía era iniciar una guerra civil; declarar rota la Unidad Popular era una redundancia. Forjar una alianza alternativa era extemporáneo. Por eso, mientras jugaba con la idea de un plebiscito, en cuya eficacia tal vez no creía, se iban ordenando en su mente las que serían conocidas como sus “últimas palabras”.
Así fue como ese 11-S chileno , Allende se presentó al país no ya como un líder sectorial, sino como “un hombre digno que fue leal con la patria”. Desde esa definición fue duro con los líderes del golpe, ignoró a los partidos de gobierno y, en contra de las sugerencias de Castro, llamó a los suyos a no sacrificar sus vidas. Implícitamente, él sacrificaría la suya.
Todo ello dicho con serenidad impresionante, entre el humo, el espanto y el olor a pólvora, porque ese día se sentía libre y a solas con la Historia. (El Líbero)
José Rodríguez Elizondo



