Almas grises

Almas grises

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El año político que cerramos el 31 de enero -el peor de todos, según la Presidenta-, bien podría ser llamado el de los escándalos. Un año movido y riesgoso, sí, pero no necesariamente uno malo, si es que sabemos aprovecharlo.

Gran capital tenemos en esta capacidad nuestra de seguir escandalizándonos. Ojalá que se conserve esa cualidad de la opinión pública chilena y ella logre resistir el acostumbramiento y salvarse de quienes predican contra la desconfianza.

Nuestro problema no radica tanto en la espesa capa de desconfianza que ha cubierto a políticos y a empresarios, como en los predicadores que, con tono indignado y dolido y rasgando vestiduras, pueblan medios de comunicación y redes sociales para mostrarnos cómo sus almas blancas contrastan con las negras de los pecadores caídos en desgracia. Esa prédica de los puros sí que puede ser peligrosa y corrosiva. El supuesto de que somos mejores de lo que corresponde a nuestras almas grises sí que puede nublarnos la vista y confundir nuestro entendimiento de lo que podemos hacer para ir mejorando nuestra convivencia.

En 2016, en que hablaremos de Constitución, la desconfianza debiera ser nuestra mejor guía. Es la piedra angular, la roca firme en la que podemos construir el edificio institucional de la política. Una Constitución es el más formidable monumento a la desconfianza que ha inventado la civilización, y así debemos reconocerlo, para mantener los beneficios que un texto constitucional puede brindarnos. Algunos tratarán de convencerle que una Constitución es un bello resumidero de valores, principios y derechos. Así, desde luego, programa presentarla el Gobierno en su campaña. No les crea. Una Constitución es, ante todo, un modo de organizar, dividir, limitar y controlar el poder político. Fue el más notable instrumento de los burgueses para abatir los privilegios de los nobles y debe seguir siendo la más formidable arma de los de a pie contra los poderosos.

¿Qué otra cosa si no desconfianza motiva el invento de someter periódicamente a las élites que quieren ejercer poder a la decisión de los gobernados? ¿Por qué, si no por desconfianza, dividimos el poder político en órganos distintos y establecemos mecanismos de control entre ellos? ¿De dónde si no de la desconfianza puede surgir la astuta y formidable idea de oponer poder al poder? Si no fuera por desconfianza, las mayorías no deberían tener límites y las constituciones deberían borrarse enteras. Los propios derechos, más allá de su lirismo simbólico, son, ante todo, límites al ejercicio del poder político, un coto vedado al poder para garantizar la libertad de cada uno.

La ética que afirma la igual dignidad de toda persona, aquella en la que se sostiene el ideal de la democracia, no necesita agregar el presupuesto de la bondad humana. Si así fuera, no necesitaríamos de reglas, ni para el mercado ni para la política. Por el contrario, es el reconocimiento de la ambición, incluso de la desmedida ambición de riqueza y de poder que nos habita lo que nos lleva a superponer reglas al mercado, lo que nos motiva a demandar un Estado fuerte y eficiente capaz de ponerles riendas a esos impulsos, aunque no tan omnipotentes como para ahogar la libertad, la inventiva y la iniciativa personal de cada uno. La ambición de poder y de riqueza no son patologías, sino el más importante motor de la historia. Las instituciones sabias son aquellas que se aprovechan de esos impulsos para potenciar la libertad y la igualdad que también anhelamos.

Tomo entonces el título de la espléndida novela de Philippe Claudel para prestarlo a nuestra política: Los escándalos del año que termina, si sabemos aprovecharlos, no deberían debilitar nuestra democracia, sino reforzarla. Ella, sus formas y sofisticadas instituciones se fundan en la desconfianza; en la humilde, madura y sana conciencia de que todos tenemos almas grises.

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