En este tercer día de este nuevo año, habitante de un siglo XXI incierto y abierto, releo este texto de San Agustín y me parece que me interpela, a pesar de los siglos que nos separan del obispo de Hipona, un “príncipe de la Iglesia” que hay, cada cierto tiempo, que releer:
“¿Te sorprende que el mundo esté en decadencia? ¿Que el mundo haya envejecido? Piensa en el hombre: nace, crece, luego envejece. La vejez tiene múltiples inconvenientes: la tos, el catarro, la visión borrosa, uno se siente ansioso y terriblemente cansado. Un hombre envejece, se lamenta sin cesar. El mundo ha envejecido, está lleno de agobiantes pesadumbres. No trates de aferrarte a este viejo mundo (…)”.
La vejez en tiempos de Agustín debe haber sido más dura que la de hoy, claro. Pero es inevitable pensar —cada vez que se inicia un nuevo año— que uno va acercándose a ella, a pesar de que busquemos por todos los medios esconderla, negarla, olvidarla. Pero ahí están los huesos, la piel, nuestro fiel cuerpo que nos ha entregado todo sin hacerse notar, pero que a partir de cierta edad, se hace escuchar. Y pensamos en nuestro propio futuro y en el del mundo que conocimos y en el que nos tocó vivir, nuestra época, y nos hacemos algunas preguntas parecidas a las de San Agustín. A él le tocó ver (ya enfermo y sabiendo que iba a morir) el desmoronamiento de un imperio que —como todos los imperios— se creyó eterno: el imperio romano. En realidad, fue un incendio: los vándalos llegaron hasta las puertas de Hipona y Agustín los vio desde un balcón de su casa y tuvo probablemente la certeza de que ese mundo —y él también— se estaba acabando. A nosotros nos toca ver la violencia golpeando nuestra puerta y, tan lejos y tan cerca, nuevas guerras que creíamos, ilusamente, erradicadas. ¿Está en decadencia nuestra civilización, y asistiremos al comienzo de su fin, o nos será ahorrado ese crepúsculo?
Otras “agobiantes pesadumbres” afectan también a nuestro mundo y pareciéramos estar viviendo momentos límite, pero no sabemos si un nuevo orden emergerá de todo esto (como la Edad Media surgiría después de la muerte de Agustín) o todo se reordenará de una manera impensada. ¿Solo queda esperar? ¿Ser una vez más los pasivos espectadores de la gran Historia? Agustín nos propone e interpela: “no trates de aferrarte a este viejo mundo”. Desapego, eso aconseja. Lo que vemos alrededor va justo en la dirección contraria: apego al poder de los que dirigen el mundo (¡cómo abundan los autócratas por todas partes y en nuestra Latinoamérica!). Y también apego al desarrollo vertiginoso de la tecnología, fe ciega en ella, ilusión de que ella nos pudiera proveer de más poder, incluso de “eterna juventud” o inmortalidad. Pero hay que desapegarse de ella, porque aquello que brilla como “lo nuevo” y novedoso tal vez no sea más que un síntoma más de un mundo envejecido, agotado. ¿Y cuál es ese mundo envejecido? El que cree que la salvación del ser humano viene de afuera, y no de adentro, de esa interioridad que Agustín intentó apasionadamente indagar, tomándose en serio el mandato del Oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”. Pero, ¿se conoce Putin a sí mismo? ¿Se conoce Trump a sí mismo? Y Xi Jinping, ¿lee a veces a Lao-Tsé? ¿Le dedican un mínimo tiempo a indagar y autogobernarse, como lo hiciera el emperador filósofo Marco Aurelio, o son prisioneros del activismo y la paranoia y la desmesura? ¿Nos pueden dar seguridad líderes que no se autogobiernan a sí mismos? Un mundo que no avance en esa dirección (de desarrollo de conciencia y sabiduría) es un mundo viejo que quiere parecerse a un adolescente. Pero está agotado por dentro. Y tiene pies de barro.
“No rehúses recuperar tu juventud”, dice Agustín. Para él, esa juventud está en Cristo. ¿Y para nosotros, habitantes de la posmodernidad nihilista, en qué nos queda creer y confiar, dónde buscar nuestra juventud? ¡Divagaciones melancólicas y dolores de hueso al comenzar un año nuevo! ¿Nuevo? ¿De verdad nuevo? (El Mercurio)
Cristián Warnken