No soy buen cocinero. Pero lo hago. A veces por necesidad, pero la mayoría de las veces simplemente porque me agrada. Me gusta planear, que siempre es lo mejor de todo proyecto. Decidir qué voy a preparar, hojear recetas, reunir los ingredientes o sus sustitutos, definir la secuencia, estimar el tiempo. Me gusta ocupar lo que encuentro en el refrigerador y la despensa, especialmente si lleva mucho tiempo y se acerca a su caducidad: me hace sentir que con esto ayudo mínimamente a preservar la vida. Me gusta seguir una receta que me guíe. Los límites, he aprendido, destacan el gusto. Me gusta, no obstante, incorporar dosis de creatividad. Introduzco ingredientes nuevos o locales, si se trata de una receta internacional, con la aspiración de alcanzar un sabor propio. Me gusta mucho el aspecto manual del cocinar: trozar, picar, acopiar, adobar, freír, hervir, juntar. Y me gusta, ciertamente, sorprender a los comensales con una comida que se vea bella a la vez que apetitosa, y ver que la aprueban.
En mi derrotero registro muchas situaciones bochornosas. De ellas he tratado de sacar lecciones. Inicialmente, por ejemplo, rechazaba de plano seguir una receta. Someterme a una fórmula, pensaba, uniformiza y mata la originalidad. La experiencia, sin embargo, me enseñó que la creatividad no está en la desmesura, sino en aquello que solo se percibe ambiguamente, bajo la forma de destellos cuya fuente no se alcanza a identificar. De aquí obtuve una primera lección: para dotar de identidad a la comida no se precisa olvidarse de las recetas; basta con transgredir sutilmente los límites que estas imponen —que responden a un largo conocimiento acumulado— sumándoles sutilmente otros ingredientes, modificando delicadamente su equilibrio o variando levemente la cocción. En la cocina, aprendí, el exceso de innovación es mero egotismo.
Decía que valoro ocupar los ingredientes que tengo a mano. Esto, sin embargo, ha sido la fuente de mis mayores bochornos. Me ha sucedido a menudo que, cuando he conseguido un ingrediente muy valioso y de gusto muy agradable (digamos, por ejemplo, cierto tipo de hongos), no resisto la tentación y los agrego a tontas y a locas. El resultado a veces es incomible. De esta experiencia he sacado una segunda lección: los mejores ingredientes pueden malograrse y producir un resultado indigerible si no están debidamente dosificados.
Me ocurre a veces que exagero en cantidad y variedad. Esto obedece a dos factores: a que me embalo con el proceso (ya que estoy en esto, me digo, por qué no agregar más o adicionar esto otro), y al afán desmedido de provocar sorpresa y satisfacción en los comensales. El resultado es muchas veces desastroso, pues termina en un engendro donde no se distinguen ni aprecian sus componentes. De aquí nace mi tercera lección: el exceso provoca rechazo en lugar de atracción; o para usar una fórmula kitsch, en materia de comida lo menos es más.
Originalmente pensaba que bastaba el buen sabor para que un plato fuera apreciado. He aprendido que no es así. El tipo de plato en que se sirve, la combinación de colores y la distribución de los componentes son fundamentales. La comida —otra fórmula kitsch— entra por los ojos. Es mi cuarta lección.
Perdonen lo prosaico, pero cuando después de arduo trabajo la Convención se prepara para ofrecer su propuesta al juicio de la ciudadanía, solo atino a pensar en mis aprendizajes como cocinero amateur. Los convencionales, me imagino, estarán tan nerviosos como cuando me llega la hora de servir: eligiendo, descartando, equilibrando, armonizando, embelleciendo, con el estómago apretado de no saber si lo que he preparado con tanto cariño será recibido con una aprobación o un rechazo. (Emol)
Eugenio Tironi