Al conocer la noticia de la muerte de Fidel, unos pocos chilenos han peregrinado a la embajada de Cuba. Han sido pocos, muy pocos, pero su gesto es interesante: se han acercado físicamente a la fuente de sus convicciones, el castrismo.
Es difícil que los más jóvenes de esos peregrinos sepan lo que significó esa embajada en la historia de Chile; y es difícil también que los más experimentados ahí congregados puedan algún día reconocer y rechazar el gran daño que Castro, utilizando esa representación diplomática, le causó a Chile.
Sí: Fidel Castro, el mismo a quien sus seguidores califican como un hombre digno y un luchador por la dignidad, ha sido el más enconado enemigo de la patria chilena en su historia. Busque y rebusque, y no encontrará a otro extranjero que haya hecho tanto por destrozar nuestras tradiciones, nuestras creencias y nuestras instituciones.
En su famoso discurso del Estadio Nacional, la moral, la verdad y la razón aparecen como muletillas retóricas, pero las referencias a la dignidad son menores. La dignidad era demasiado gravosa para un sujeto originalmente formado en el cristianismo, como lo había sido Castro. Allá adentro, en el reducto de su conciencia, quizás Fidel sabía que la dignidad era el punto de toque de toda su actuación y obviamente no estaba dispuesto a ser medido por ella.
Por eso resulta ridículo que tanto sus admiradores de alta alcurnia como unos pocos peregrinos verde oliva, al acercarse a las puertas de la embajada de Cuba, invoquen la dignidad. Porque la embajada fue, en la historia de Chile, el principal agente de la indignidad castrista.
Entre 1971 y 1973, bajo el paraguas de esa representación, las misiones principales las realizó el futuro general cubano Antonio de la Guardia, quien al ser juzgado por su propio régimen declaró: «Recibí la Medalla Internacional de primer grado, ya que me encontraba en Chile al mando de tropas cuando ocurrió el golpe de Estado». También actuó en nuestro país «Barbarroja» Piñeiro Losada (jefe del Departamento América para la insurrección continental), quien en aquella época pasó muchos meses en Chile, aunque no era él quien controlaba las operaciones cubanas. Se hicieron cargo de ellas las Tropas Especiales del Ministerio del Interior. No se trataba de simples guerrilleros, sino de soldados cubanos profesionales.
Además, está perfectamente documentada la presencia en Chile de varios otros oficiales del ejército cubano y de la Dirección General de Inteligencia. Junto a ellos -y en muchos casos bajo su dependencia- hubo oficialmente en Chile durante la UP un total de 5.291 cubanos, de los cuales el 88% figuró como personal diplomático. Ciertamente esos «asesores», en una proporción muy alta, tenían tareas de espionaje o de asesoría militar a los grupos armados de los partidos políticos de la izquierda chilena.
Hay que sumar a lo anterior que de entre los restantes extranjeros residentes en Chile, una importante proporción de ellos había estado antes también en planes «turístico-estudiantiles» en Cuba, es decir, en centros de formación subversiva.
Y hasta el mismo 11 de septiembre de 1973 aquella embajada cubana estuvo muy activa en la promoción de sus objetivos. Pascal Allende, uno de los líderes del MIR, ha afirmado que Fidel les había dicho que en situación crítica «nos iba a entregar aunque fueran las armas que estuvieran en la embajada», a lo que el embajador y los oficiales ahí presentes se negaron el 11 de septiembre. De todos modos, relata Pascal, «tuvimos que salir a balazos de ahí, para no quedarnos encerrados. Ellos tuvieron que replegarse, nosotros pudimos hacernos paso».
Era el santuario de Fidel en Chile.
El Mercurio/El Dínamo