Lo más enigmático del atentado en París -mejor sería decir: de esos crímenes- radica en el hecho que hayan acontecido… en París.
La cultura francesa es una de las realizaciones más perfectas del ideal racional y republicano: allí se proclamaron al mundo los derechos del hombre y del ciudadano, Descartes escribió el discurso del método, Voltaire proclamó la tolerancia y Sartre, Aron, Malraux y Camus ejemplificaron qué significa pensar, y por sus calles han caminado todos los que alguna vez han querido dedicarse a la tarea intelectual, ese oficio que renuncia a las armas y prefiere la palabra. ¿Por qué entonces los radicales del Estado Islámico -que haciendo uso de esos derechos y de esos ejemplos, pudieron, en el mismo suelo francés, defender pacíficamente sus ideas- prefirieron este viernes envolverse en bombas, acribillar ciudadanos indefensos y tomar rehenes tratando de que los franceses, en vez de aire principien a respirar miedo?
Hay, por supuesto, explicaciones políticas. La principal de todas, la decidida actitud de Francia para oponerse al Estado Islámico.
Pero no debe ser ese el verdadero motivo de tanta saña y encono.
Lo que ocurre es que a los fanáticos, a esas personas que creen haber abrazado la verdad final de los asuntos humanos, a quienes les brillan en los ojos la fe, a esas personas que han logrado espantar todas las dudas, no hay nada que resulte más irritante y más hiriente, que la tranquila ascética de la razón y la generosidad de la tolerancia. Un Estado como el francés, que practica la neutralidad en sus espacios públicos como única forma de que la abstracción de la ley permita alcanzar la igualdad a los ciudadanos (y que por eso impide que se usen en los espacios públicos, como la escuela, los signos identitarios de la propia cultura o religión) es un enemigo mortal de quienes piensan que la neutralidad y la tolerancia no son una virtud, sino una forma encubierta de etnocentrismo europeo o de desprecio. Para esos creyentes no basta con que se les deje practicar su fe y vivir de acuerdo a sus creencias (algo que cualquier república democrática, como la francesa, permite): ellos aspiran a que los demás vivan o piensen como ellos creen se debe vivir o pensar. No actúan así porque estén oprimidos: lo hacen porque quieren oprimir a fin de imponer la única verdad en la que creen.
Para alcanzar ese objetivo, no hay crimen que se pueda dejar de cometer, lágrimas que hacer verter, sangre que derramar, sufrimiento que infligir. ¿Qué sacrificio puede ser demasiado grande para lograr que todos los seres humanos -esos seres, según ellos creen, envilecidos por el consumo, la diversión, la frivolidad, el error o el pecado- vivan como corresponde, como la revelación divina, la naturaleza, la historia, la ideología o lo que fuera, enseña?
Todos quienes piensan que basta poseer la verdad final para que ningún esfuerzo por imponerla -por cruel, absurdo, tosco o repugnante que parezca- sea demasiado, no han logrado comprender, o porque lo comprenden actúan así, la verdadera índole de la sociedad democrática y liberal. Este tipo de sociedades existe como una forma de evitar la guerra entre convicciones finales opuestas. Una sociedad entregada a la lucha final entre las convicciones más profundas no daría sosiego a nadie y todos aspirarían a aniquilar al que no creyera lo que ellos creen.
¿Puede aprender algo la sociedad chilena de todo eso?
Por supuesto que sí.
Hay en la sociedad chilena personas inflamadas por la verdad, por convicciones finales (como la igualdad, el inicio de la vida u otra semejante) para cuyo triunfo y consecución cualquier sacrificio, a poco andar, podría parecer poco. Jóvenes inflamados por anhelos de justicia que, con toda ingenuidad, proclaman ser herederos del Che; señoras que creen que el aborto es un crimen de personas inocentes y los que lo promueven, asesinos; estudiantes que piensan que abrazaron de una sola vez el secreto de la justicia y que solo resta imponerla. No hay ni una pizca de violencia en ninguno de ellos, por supuesto, y es seguro que no lo habrá; pero a todos les brilla en los ojos ese convencimiento por la verdad, ese entusiasmo por un único bien que, siquiera en la imaginación, acaba justificando cualquier exceso.
París, por supuesto, a pesar de los crímenes que ha padecido, no arderá. Y las matanzas que padeció este viernes ayudarán al resto del mundo, incluso a Chile, a recordar, y a renovar, las virtudes de la razón y de la duda que enseñaron Descartes, Montaigne y Voltaire.