La discusión sobre educación superior tiene dos ejes: el primero es el de qué exige, en lo que se refiere a la organización institucional de la educación superior, la transformación de la educación de una mercancía en un derecho social. Esto mira fundamentalmente a la relación entre el estudiante y la institución respectiva. Cuestiones centrales de este eje son, por ejemplo, gratuidad y selección. Como este eje mira a la educación superior desde el punto de vista de su significación en tanto educación (la que ha de ser un derecho social, etc.), en principio, aquí la educación universitaria no se diferencia de las demás, por lo que la categoría relevante es la de “educación superior” (que incluye formas no universitarias de educación).
El segundo eje mira a la calidad específica de la institución universitaria, porque entiende que la universidad es una institución que tiene ciertas peculiaridades que deben ser cuidadas. Aquí lo central no es la relación entre la universidad y sus estudiantes, sino la universidad como comunidad de búsqueda y desarrollo del conocimiento, una comunidad en la que participan diversos “estamentos” (no hay muchos otros contextos en los que esta palabra, habitual para designar el orden medieval, siga teniendo vigencia), etc. Aquí cuestiones importantes son o han sido la del gobierno universitario, la universidad pública y la autonomía universitaria.
Es una lástima que la discusión sobre educación superior no haya sido consciente de la necesidad de discutir estos dos ejes por separado. En efecto, cada uno de ellos tiene problemas y lógicas diversas. La lógica de los derechos sociales es la universalidad, mientras la lógica de la universidad es diversidad y autonomía. Al confundir estas dos dimensiones del problema, ambas resultan distorsionadas.
Pero como veremos, en términos de las distorsiones de la discusión actual, esta es casi una exquisitez primorosa. En efecto, las patologías de esa discusión son mucho más radicales. En una situación que sería cómica si no fuera tan grave, se trata de una aparente discusión en la que quienes participan en ella usan la misma palabra para significar cosas opuestas… y ni siquiera se dan cuenta de eso.
Aquí quiero comentar esto en relación con algunos de los conceptos fundamentales que estructuran el segundo eje: los de autonomía universitaria y universidad pública, a propósito de la publicación del libro La Caja de Pandora. Hacia un nuevo mapa de la Educación superior (Santiago, UDD, 2016), compilado por Mauricio Bravo y editado por Mauro Salazar.
Este oportuno libro contiene una buena presentación general de los términos habituales del debate sobre educación superior. Se trata de un texto de entrevistas a parlamentarios, académicos y rectores o ex rectores universitarios. Las entrevistas están guiadas por una pauta más o menos común, aunque no se desentiende de lo que cada entrevistado va diciendo, por lo que en alguna medida es posible reconstruir conversaciones entre entrevistados a partir de sus respuestas. Su lectura ayuda a entender los términos de la discusión actual, y permite apreciarla tanto en sus luces como en sus sombras. Lo que sigue no es un comentario de este libro, sino un intento de aclarar los dos conceptos ya mencionados (la universidad pública y la autonomía universitaria), para el cual parte del contenido de ese libro puede ser útil.
SOBRE LA AUTONOMÍA
Aunque (o quizás precisamente porque) todos los que participan en la discusión sobre educación superior y especialmente sobre la universidad dicen que una de las cuestiones centrales es la de salvaguardar adecuadamente la autonomía universitaria, la discusión ha sido especialmente vacía. Lo que muestra que es una discusión vacía es que sus participantes usan conceptos no solo distintos sino opuestos de autonomía sin alcanzar a darse cuenta de que lo están haciendo. Es como si fuera una discusión sobre si los bancos son fríos y unos estuvieran hablando de instituciones financieras y otros del mobiliario de las plazas públicas, y llevaran algún tiempo discutiendo sin darse cuenta de esto. Uno se preguntaría cuál es la atención con la cual cada uno escucha al otro si no alcanzan siquiera a darse cuenta de que hablan de cosas distintas.
¿Qué es la autonomía universitaria? Comencemos distinguiendo dos conceptos de autonomía, que por ahora llamaremos “general” y “especial”.
En su comprensión general, la autonomía universitaria no tiene (como lo indica su nombre) nada de especial, y es solo aplicación, al caso de la universidad, de la libertad general que la propiedad asegura al dueño, o de la autonomía genérica que la Constitución garantiza a los “cuerpos intermedios”.
En una comprensión especial, por otro lado, la autonomía universitaria es propia de la universidad en atención al tipo peculiar de institución que es la universidad. Es decir, aquí se trata de una cuestión específicamente universitaria, que no aparece en otras esferas o actividades, y es aplicable a la universidad por ser universidad, con independencia de que sea o no lo que la Constitución llama un “cuerpo intermedio”. La idea aquí es que la universidad es la institución que existe para fomentar y cultivar la investigación y el desarrollo del conocimiento mediante el uso de la razón, lo que tiene como condición su autonomía de toda interferencia que pretenda utilizarla como instrumento para un fin distinto al de contribuir, mediante el uso de la razón, a la producción y transmisión del conocimiento.
Es importante notar que estas dos comprensiones de la autonomía son excluyentes entre sí. Si la autonomía es especial, será una característica de la institución universitaria y en principio solo de ella, y la protegerá de toda interferencia exógena. Pero si es autonomía general, entonces no será un derecho o garantía de la universidad sino de su dueño o controlador. Lo que muestra que estas son dos nociones contradictorias de autonomía es que un acto que constituye legítimo ejercicio de una autonomía es al mismo tiempo violación de la otra.
En efecto, si es autonomía universitaria (especial), la decisión de una autoridad eclesiástica de prohibir a un profesor de teología enseñar en una Universidad Católica es claramente una “interferencia exógena”, una violación de la autonomía universitaria; si es autonomía (general) del dueño o controlador a hacer con su cosa lo que desee, la misma decisión de esa autoridad es ejercicio de la autonomía.
Si lo que realiza una autonomía es violación de la otra, no queda sino concluir que los dos conceptos no son solo distintos, son antónimos. Y uno puede bien preguntarse qué tipo de discusión sobre universidades estamos teniendo si en ella se usan como sinónimos términos antónimos sin que quienes discutan se den cuenta. Esto es como la treceava campanada del reloj, que pone en duda todo lo que vino antes.
SOBRE LA UNIVERSIDAD PÚBLICA
Cuando alguien dice que es tan importante defender y proteger la autonomía universitaria, entonces, ¿de qué está hablando? Cuando alguien asiente a esa afirmación, ¿a qué está asintiendo? Para comenzar a responder esta pregunta podríamos preguntarnos de quién es la autonomía, qué es aquello de cuya autonomía se trata. Si la respuesta es “(de) la universidad”, estamos hablando de autonomía universitaria (especial); si la respuesta es “(de) el dueño o controlador”, estamos hablando, no de autonomía universitaria sino del poder que (en general) la propiedad sobre las cosas da al dueño.
Como puede observarse, la pregunta por la autonomía lleva a la pregunta por la propiedad. Y la pregunta por la propiedad lleva a la consideración de la universidad pública y lo público en la universidad, porque lo público es lo que carece de dueño. En este sentido, que algo carezca de dueño quiere decir que no está sujeto a las condiciones de la propiedad privada, porque no está sometido al régimen de la propiedad privada: las calles y las plazas son públicas, pero no los centros comerciales. ¿Por qué? Porque las reglas que se aplican a los usuarios de las calles y plazas han sido dictadas por la autoridad pública competente, cuyo deber es hacer posible y beneficioso el uso de todos. Por cierto, las reglas que miran al interés público beneficiarán a algunos intereses privados sobre otros, pero lo determinante es el interés público.
En el caso del centro comercial la situación es exactamente la contraria: el dueño puede decidir el horario de apertura y el decorado, y al hacerlo no tiene ni siquiera en principio el deber de atender al interés de los usuarios. De hecho, por ejemplo, puede decidir sobre la decoración y la música de modo de maximizar la disposición del usuario a consumir, no porque crea que va en el interés del usuario consumir, sino porque eso es lo que a él le conviene. Por cierto, al tomar esas decisiones tomará en cuenta el interés del público que concurre al centro comercial, pero secundariamente, para identificar correctamente el modo de servir su interés privado.
Solo un ingenuo que se niega a mirar las cosas como realmente son podría ver en lo anterior una “demonización” del centro comercial o la propiedad privada. Quienes defienden el modelo universitario actual de mercado buscan convencernos de que no hay tensión alguna entre el mercado y lo público, y para eso descartan intentos como los anteriores, alegando que ellos asumirían, como lo dice José Joaquín Brunner en el libro, que el mercado “es la causa de todos los males [y que para evitarlo] hay que recurrir al Estado, que es lo público, que es lo general, que es lo solidario, que es lo fraternal, que es lo bondadoso, que es lo no egoísta» (p. 144).
Brunner se cuida, cuando critica estas ideas evidentemente absurdas, de identificar a quiénes está criticando, y nunca individualiza a autor alguno. Se limita a imputarle estas ideas a “un pensamiento” que es “sorprendente” y que ha surgido al interior de una genérica “Nueva Mayoría”. No las cita en la entrevista en este libro (lo que podría excusarse diciendo que es un libro de entrevistas), pero tampoco se preocupa de identificar lo que critica en su largo libro dedicado a comentar la Nueva Mayoría, Fin de una ilusión (2016). El hecho de que no haya nunca una referencia precisa muestra que cuando Brunner se queja de “la simplificación esquemática y dicotómica” (p. 144) de este nuevo pensamiento, en realidad está proyectando sus propios déficits. Como lo que Bruner refuta son caricaturas que nadie ha sostenido seriamente, sus refutaciones nos dejan exactamente donde mismo estábamos.
Hay otras dos maneras en que el concepto de lo público es vaciado de contenido, y ambos se expresan en el libro. Una es la ilustrada por Harald Beyer, que desplaza la cuestión desde “lo público” hacia el “rol público” (pp. 106-107), afirmando que “a partir del año 1922… se ha redefinido el rol de lo público y más bien el rol de lo público tiene que ver con funciones específicas” (p. 106). Pero con esto Beyer cambia el tema, que no es qué resulta de interés público sino qué es lo público, cuándo puede decirse de una universidad o de un canal de televisión o de un banco que es “público”. La diferencia es clara: en un sistema de mercado, es difícil pensar en iniciativas que no desempeñen de alguna manera un “rol público”. El ejemplo que ya hemos mencionado, el de un centro comercial, ilustra también este punto.
Es claro que un centro comercial desempeña un servicio que tiene un “rol público”, en el sentido de que sirve al público e interesa al público. Pero que el centro comercial sea propiedad de alguien quiere decir que ese alguien puede lícitamente usar al centro comercial para servir a sus propios intereses, no los del público. Aun cuando desde el punto de vista del público fuera conveniente que el centro comercial continuara operando, por ejemplo, el dueño tiene derecho simplemente a cerrarlo y demolerlo si un uso alternativo del predio respectivo se hace más lucrativo (o, de hecho, si por cualquier razón le conviene cerrarlo o destinarlo a otra cosa). De nuevo, esto no es “demonizar” al dueño, sino tomarse en serio las palabras. Para que algo sea público no es suficiente que en algún sentido desempeñe una función que es de utilidad para el público en general. Lo público es lo que está afectado al interés público, no al interés privado.
Otra manera de vaciar de contenido el concepto de lo público es ilustrada por la posición sostenida por Andrés Bernasconi en el libro: “La propiedad es un muy mal concepto para entender lo estatal porque la propiedad por sí sola no garantiza nada de las cosas que se supone que las universidades estatales públicas debieran hacer, no garantiza que estén al servicio del país y no al servicio de ‘intereses corporativos’, no garantiza que sean pluralistas ni republicanas, no garantiza nada del discurso del siglo XIX que en Chile se asocia con la estatalidad (p. 88)”.
Parte del problema es la manera en que Bernasconi interpreta la idea: parece que él asume que la referencia a la propiedad quiere decir que “lo público” es lo que es de propiedad del Estado. Pero la propiedad del Estado puede ser propiedad privada (los llamados “bienes fiscales”: estos son bienes apropiables, sobre los cuales el Estado tiene un derecho de propiedad) o propiedad pública, que precisamente quiere decir que se trata de bienes que no son apropiables, es decir, bienes sobre los cuales no hay propiedad privada (los llamados “bienes nacionales de uso público”). El mobiliario de la oficina del ministro del Interior es un conjunto de bienes fiscales, las calles son bienes nacionales de uso público.
Se sigue, de lo anterior, que la primera razón por la que “la propiedad”, según Bernasconi, es un mal concepto para caracterizar lo público debe ser corregida de este modo: lo público no es lo que es propiedad del Estado, porque el problema no es quién es el dueño sino que se trate de algo que tenga dueño. Es lo que no es de propiedad privada de nadie, porque no está sujeto al régimen de la propiedad privada.
En todo caso, la segunda razón que ofrece Bernasconi en el texto citado más arriba establece un estándar institucionalmente insostenible. Que una universidad pública no tenga dueño, por cierto, no “garantiza” que la universidad “esté al servicio del país y no al servicio de intereses corporativos”, del mismo modo que la penalización del homicidio no “garantiza” que no se cometerán atentados contra la vida de las personas y el debido proceso no “garantiza” que no habrá error judicial. Lo que hace es trazar una diferencia entre las cosas que están lícitamente al servicio de las agendas particulares que sus dueños quieran fijarles y cosas que no están lícitamente al servicio de ningún interés particular.
Que el órgano directivo de una universidad pública decida, por ejemplo, que es necesario crear una cátedra para defender el neoliberalismo, o que ciertas investigaciones en medicina reproductiva deben ser prohibidas, o que no han de avanzar en sus carreras profesores que defiendan el matrimonio igualitario, sería ilícito. Pero que una universidad privada decida cualquiera de estas cosas (como de hecho ha ocurrido), no solo no es ilícito, es ejercicio por el dueño de su derecho.
Bernasconi continúa ofreciendo lo que él cree que es una caracterización de lo público distinta y mejorada respecto de la anterior, porque no se funda en una mera “categoría jurídica”:
“Yo creo que podríamos avanzar un poco más en esta discusión y a mí me parece que el concepto de “libertad académica” como condición de trabajo de los profesores es muy relevante, yo en eso concuerdo con la necesidad de que una pueda elegir la libertad académica como una condición de pertenencia de alguna institución a la esfera de lo público, y que no tiene nada que ver con la forma de gobierno que uno pueda asociar con lo público. En el caso de la universidad, sería una decisión completamente arbitraria aquella con la cual uno dice que una universidad tiene que gobernarse así para ser realmente pública, hay miles de formas distintas de gobierno (p. 89)”.
Lo que Bernasconi no observa es que hay contradicción entre la “categoría jurídica” de la propiedad privada y la libertad académica, en parte porque no parece detenerse en lo que significan las palabras. El gerente no tiene más “libertad” en una empresa que la que él dueño decide darle, porque el régimen de la empresa es el de la propiedad privada. Si una universidad está sujeta a ese régimen, entonces quien sea el dueño de la misma (su controlador) podrá decidir qué se hace, a qué se dedica la institución, qué cuestiones deben ser promovidas por sus miembros y cuáles no. La garantía real (a diferencia de nominal) de la libertad académica implica un modo de organización que remueve a la universidad del ámbito de la propiedad privada y la hace, en ese sentido, pública.
Y, por cierto, es correcto decir que no hay una forma de gobierno que sea la única correspondiente a una universidad pública. Pero eso no quiere decir lo público “no tiene nada que ver con la forma de gobierno”. Podemos decir: lo público exige una forma de gobierno no propietaria, de la cual, por cierto, hay varias experiencias en el mundo. Pero, por lo mismo, excluye todas las formas propietarias de gobierno (es decir, todas las formas de gobierno en que el propietario o controlador tiene derecho a decidir unilateralmente cuáles son los intereses que la universidad ha de servir).
En la discusión actual esto es mucho más fértil que la posición de Bernasconi, porque aunque no señala una y solo una forma de gobierno aceptable para la universidad pública, nos provee de un criterio (formas no propietarias de gobierno) con el cual podemos discutir sobre cuáles son las diversas formas de gobierno que son compatibles con lo público de la universidad. La posición de Bernasconi, por otro lado, que salta injustificadamente de la constatación de que hay más de una forma no propietaria de gobierno a la conclusión de que la relación entre “lo público” y la forma de gobierno es “completamente arbitraria”, nos deja tan a obscuras como antes.
LA UNIVERSIDAD PRIVADA Y EL RÉGIMEN DE LO PÚBLICO
Respecto de la relación entre la universidad pública y la universidad estatal, hoy en Chile pueden decirse dos cosas: primero, que solo las universidades del Estado son públicas, porque solo las universidades del Estado están excluidas del ámbito de la propiedad privada (con la posible excepción del llamado G3); y segundo, que es en principio posible que universidades no estatales sean públicas, en la medida en que estén sujetas a un Régimen de lo Público, un régimen que las substraiga del dominio privado. Esto, a mi juicio, implica: a) una forma de gobierno no propietaria; y b) un estatuto del académico que le asegure libertad. Si hay o no condiciones adicionales, es algo que sería interesante discutir, si tan solo quienes participaran de esta discusión no se dedicaran a vaciar de contenido las categorías que necesitamos para poder tenerla.
Si la ley creara un Régimen de lo Público alternativo al de la propiedad privada, él podría quedar disponible para las universidades no estatales que quisieran acogerse a él, cuando su proceso de desarrollo institucional las lleve a demandar la autonomía que es característica de la universidad. Con esto respondo a una observación de Eduardo Sabrovsky, que (en el contexto de un agudo comentario de algunas de mis ideas al respecto) me reprocha que yo ahora estaría afirmando que “son las universidades del G9 las llamadas a demostrar su inocencia”. No se trata de “demostrar inocencia”, porque no hay culpabilidad ni ilicitud alguna en que el dueño de una cosa la use para servir a sus fines. Se trata, primero, de definir las condiciones de lo público, y luego entregar a las instituciones no estatales la decisión de si renunciar o no al modelo propietario. Solo las que estuvieran dispuestas a hacerlo, por cierto, podrían razonablemente pretender ser tratadas como universidades públicas, porque solo ellas efectivamente lo serían.
Si las palabras fueran tratadas como si tuvieran significado, podríamos discutir esta y otras cosas. Porque Hannah Arendt tenía razón cuando decía que la política solo es posible “donde palabra y acto no se han separado, donde las palabras no están vacías y los hechos no son brutales, donde las palabras no se emplean para velar intenciones sino para descubrir realidades, y los actos no se usan para violar y destruir sino para establecer relaciones y crear nuevas realidades”. (El Mostrador)
Fernando Atria