No hay nada más riesgoso que hacer de la ética un instrumento político. Porque, más temprano que tarde, la naturaleza humana tiende a ser fiel a sí misma y, cuando el éxito, la fortuna y el poder se han dado demasiado rápido y demasiado fácil, el espectro de la impunidad total ronda muy cerca. Casi, como para creer que no hay otro destino posible: los baluartes de la “superioridad moral” inevitablemente terminan mirando caer sus cabezas en el canasto que ellos mismos han colocado.
La generación actual siempre fue su propia caricatura; eternos adolescentes, alimentados en su autoidolatría por padres políticamente frustrados, que nunca lograron tomar el cielo por asalto, y tuvieron que resignarse a una vida en la medida de lo posible. Por eso, llegada la hora, no dudaron en aplaudir a sus hijos cuando empezaron a saltarse los torniquetes, a no pagar el transporte público y a vandalizar sus colegios.
Hoy no pueden decir que la agenda de cambios impuesta por ellos hace más de una década mejoró la calidad de la educación y acortó brechas sociales. Pero sí pueden estar orgullosos de haber sido puntales en la demolición de lo realizado por generaciones anteriores, en crear un imaginario que solo reivindica derechos y no deberes, en haber contribuido como pocos a horadar las condiciones para que el país pudiera seguir creciendo.
Finalmente, también pueden exhibir su ingreso triunfal al mundo adulto, es decir, su suicidio como símbolo de una generación que buscó representar algo más que ambiciones de poder. Lo insólito es que no se demoraron nada: en menos de dos años Chile pasó de la generación del financiamiento ilegal de la política al de las asignaciones directas, entre amigos, parejas y compañeros de partido. Hay que reconocer que aprendieron rápido a idear un “mecanismo”, que les permitiera convertirse en lo mismo que durante años criticaron con los ojos en blanco.
Ahora deberán repetir el ritual de su autopsia, del mismo modo como lo hicieron las generaciones anteriores: poner el grito en el cielo, ser implacables exigiendo sanciones “caiga quien caiga”, y generando las condiciones políticas para que todo se vaya desvaneciendo en el tiempo. Así como en su momento ocurrió con los sobresueldos y el financiamiento ilegal de la política, serán ellos los que demandarán responsabilidad a sus adversarios, un “blanqueo moral” por razones de Estado, para que la política, las instituciones y la patria no sucumban como consecuencia de las desmesuras humanas.
En rigor, nada nuevo, todo escrito y prescrito innumerables veces, un eslabón más en la cadena. Hijos ya no de nobles ideales, sino de las miserias del poder, hoy alegres suicidados con el cianuro de sueldos millonarios, viáticos y autos con chofer. En una palabra, el más capitalista de los pecados: el único posible, el que siempre gana; ese por el cual todos estamos dispuestos a ponernos felices una pistola en la sien. (La Tercera)
Max Colodro