Por segunda vez en la historia, la Presidenta Michelle Bachelet le entregará la banda tricolor a Sebastián Piñera, una imagen potente, que será el punto final no solo de su mandato sino de su derrota política, ante la incapacidad propia y de la coalición que la respaldó, de asegurar un sucesor de sus propias filas para dar continuidad al proyecto reformista. Las debilidades de la gestión política que han caracterizado a la actual administración, como la nula viabilidad de la Nueva Mayoría respecto a tener una proyección después del 11 de marzo, junto con las falencias que evidenció siempre el candidato, Alejandro Guillier, cimentaron una derrota aplastante en las urnas, fuera de todo pronóstico, que dejó por varias horas en estado de shock al oficialismo.
Desde la misma noche de la primera vuelta del 19 de noviembre, la Mandataria asumió un rol protagónico con miras al balotaje, casi a diario públicamente defendió las reformas de su gestión, recalcó cada vez que pudo que no daba lo mismo quien gobierna al país y, en reserva, en varios círculos gubernamentales durante las semanas previas, confesó su optimismo en el triunfo de Guillier. En el seno de Palacio explicaban, en días pasados, que Bachelet había entendido que debía asumir un rol activo, que sabía perfectamente que lo que estaba en juego era la continuidad de su legado político y que, por lo mismo, quería evitar a toda costa repetir la escena de entregarle el poder no solo a la derecha sino también a Piñera.
Pero el déjà vu de Bachelet será completo, porque no solo la derecha regresará al poder tras su salida de La Moneda, lo hará de la mano, otra vez, de Piñera y además, su coalición, la Nueva Mayoría, quedó dividida y en estado terminal inminente como proyecto político, tal como le sucedió a la Concertación el año 2010, cuando también mordieron el polvo de la derrota.
Varios en Palacio aseguraban que la Presidenta había hecho todo lo necesario estos últimos 30 días, que si no hubiera tenido un papel protagónico se le podría responsabilizar de la derrota, y el actual titular de Hacienda, Nicolás Eyzaguirre, quien en estos casi 4 años además tuvo a su cargo la Segpres y Educación, con una privilegiada línea directa con Bachelet, dijo que en el Gobierno “no tenemos la responsabilidad de que la gente haya elegido un liderazgo por sobre otro”.
Pero el intenso despliegue de la Mandataria y el Ejecutivo en estos 30 días no fue suficiente para contrarrestar una gestión política deficiente, las permanentes tensiones con la Nueva Mayoría, los errores no forzados en los proyectos de las reformas más emblemáticas, la negativa por demasiado tiempo a ejercer el papel de líder de la coalición y manejarse en una notoria distancia con los partidos que la respaldaban. “Si hubiera sido todo el año como fue el último mes, todo sería distinto”, reconoció un dirigente oficialista que recordó que, por un par de años, se cuestionó a la Jefa de Estado por estar “encastillada”, sin despliegue territorial ni sintonía con su coalición.
La foto de Piñera y Bachelet en el salón del Congreso traspasándose la banda, nuevamente ya será un hecho y en el seno de La Moneda –reconocieron ayer algunas de sus autoridades– no solo será algo “muy fuerte”, sino que eclipsará el legado que tanto importaba a la Presidenta y que fue su prioridad política. “Obvio que hay responsabilidad de Bachelet en lo sucedido en estas elecciones”, asumió un alto asesor político de Palacio, mientras que un subsecretario presente reconoció que será “muy complicado lo que implicará esa foto el 11 de marzo”.
A medida que avanzaban raudamente los recuentos de los votos en las mesas de todo el país y se marcaba inapelablemente la brecha irremontable entre Piñera (54,57%) y Guillier (45,43%), en el Salón Montt Varas de La Moneda ministros, subsecretarios, directores y asesores observaban atónitos los resultados, varios estaban bastante tristes e imperaba el silencio. Mientras, la Presidenta cruzó rumbo al Ministerio del Interior, seguida por sus asesores más directos, su jefa de gabinete, Ana Lya Uriarte, y el director de políticas públicas, Pedro Güell, previo a que el Servel diera su primer cómputo oficial con el 25% de los escrutinios.
Ya con el panorama claro en términos de cifras, la gobernante habló –a puertas cerradas– a su gabinete e invitados, a quienes explicó que ya había conversado con Guillier, que este saldría pronto a reconocer la derrota. Fue aplaudida sobriamente por algunos minutos y, de ahí, partió a cumplir con el rito de llamar públicamente al ganador de la elección, en este caso, Piñera.
A esas alturas, ya estaba decidido que Bachelet no haría ningún tipo de declaración y que sería la ministra vocera, Paula Narváez, la que comentaría los resultados. Y fue esta quien dijo que la ciudadanía había hablado y que depositó “su confianza en Sebastián Piñera”, a la vez que destacó el nivel de participación, así como el hecho de que “los resultados estuvieron con prontitud y transparencia” y que, a pesar de la derrota, durante la administración bacheletista “se corrió el cerco de lo posible”, aludiendo a que la gratuidad en la educación superior había terminado siendo asumida por Piñera y la derecha.
De hecho, en La Moneda dijeron que “el único consuelo” de Bachelet será ese, haber logrado que la gratuidad fuera incorporada en el discurso público de la derecha, aunque varios de los inquilinos de Palacio dudan –ahora que terminó la campaña– que Piñera y los sectores más conservadores de la derecha mantengan lo dicho durante estas semanas sobre tal materia.
Cuando ya quedaba muy poca luz natural, los ministros comenzaron uno a uno a retirarse de La Moneda. El titular de Economía, Jorge Rodríguez Grossi, expresó que Bachelet estaba “desencantada”, y el canciller Heraldo Muñoz precisó que la Mandataria estaba “afectada” y que esto era una “gran derrota” para la Nueva Mayoría.
No hay que olvidar que la creación de esta coalición se debe no solo a la necesidad de dar por superada en su momento a la Concertación con un nuevo conglomerado más amplio, sino que además fue la condición que puso Bachelet para regresar a Chile: la unidad de la centroizquierda, plasmada en un bloque que fuera el sostén del proyecto político de su campaña y posterior Gobierno. A poco andar, los conflictos internos fueron evidentes, los choques entre las visiones más reformistas con el partido del orden, los más moderados del oficialismo, fueron un dolor de cabeza permanente para La Moneda y causante de muchos de los traspiés políticos y retrocesos que vivió esta administración.
Las diferencias llegaron a su clímax con la incapacidad de los partidos oficialistas de llegar a un acuerdo parlamentario común y a un candidato único en la primera mitad del año, lo que llevó a la Nueva Mayoría a competir dividida en ambos frentes. El ministro de Justicia, Jaime Campos, apuntó a eso al afirmar que el Gobierno no había sido el responsable de elegir al candidato y que “esta coalición el último año hizo todo mal”.
Palabras que grafican la percepción que existe en el oficialismo y en el Gobierno sobre el futuro de la Nueva Mayoría, pues no pocos ayer en la tarde ya reconocían que el conglomerado no tiene ninguna razón de ser después del 11 de marzo y que esta derrota marca su inevitable fin. Es más, dirigentes y parlamentarios oficialistas vaticinan que las semanas siguientes serán complejas, porque, ya superado el impacto de la derrota, empezará la temporada de las recriminaciones a todo nivel en los partidos, la conocida temporada de los cuchillos largos.
La posibilidad de la derrota era algo real, pero lo que enmudeció al Gobierno por un par de horas fue la diferencia tan contundente, más aún con una participación más alta que la registrada en primera vuelta, un escenario que nunca estuvo contemplado a nivel gubernamental, incluso ni siquiera por los más pesimistas, que nunca creyeron que era posible dar vuelta el resultado del 19 de noviembre.
“Una cosa es perder, pero otra muy distinta es hacerlo por casi 10 puntos y con 7 millones de personas votando”, afirmó una autoridad del Ejecutivo cuando se retiró de La Moneda.
La contundencia de las cifras no solo dejó en shock al Gobierno sino también al comando de Guillier, donde abundaron las caras largas desde que comenzaron a conocerse los resultados de las primeras mesas y, con el correr de los minutos, la derrota se asumió por “goteo”, hasta que el abanderado hizo el reconocimiento público. “Felicitar a Sebastián Piñera, a quien ya llamé para felicitarlo por su macizo e impecable triunfo (…). La derrota es dura, pero hay que levantar el ánimo y defender las reformas”, sentenció desde el Hotel San Francisco, donde se aglutinó el comando y que rápidamente fue quedando vacío después del discurso.
Las primeras lecturas de la derrota en La Moneda apuntaban a las falencias que mostró siempre el candidato de la Nueva Mayoría y a los errores de diseño de la campaña de segunda vuelta. En el seno del Gobierno se habló bastante ayer, al final del día, del error estratégico del comando de Guillier y su entorno, en cuanto a “confiarse” en exceso de que el antipiñerismo bastaría para obtener un triunfo.
“La derecha fue eficiente, el comando de Guillier se relajó, pecó de optimismo y la derecha mientras tanto se movilizó”, se lamentó un asesor del comité político.
Pero en el Gobierno también coincidieron en señalar que los resultados de ayer se explican en gran medida por lo acertada de la jugada de la derecha, de apelar al miedo de la izquierdización, así como al de una posible derrota, para movilizar al electorado. “La campaña del terror funcionó, la gente se asustó y salió a votar por Piñera”, comentó una autoridad de La Moneda. (El Mostrador)
Marcela Jiménez