El aniversario número 30 de la ley orgánica que estableció la independencia del Banco Central de Chile permite reflexionar acerca de su importancia y de lo que significó esta modificación para nuestra institucionalidad económica, así como sobre las lecciones que esta exitosa experiencia puede dejar para el resto del aparato público. También es una oportunidad para proyectar algunos de los desafíos que el instituto emisor enfrenta.
La autonomía del Banco Central surgió en el contexto de una visión global respecto de las causas del fenómeno inflacionario como derivación de déficits fiscales crónicos, que no solo mantenían grandes grados de represión financiera, sino que se traducían en políticas monetarias orientadas al financiamiento del gasto público. La autonomía en la toma de decisiones, la protección que la nueva ley otorgó al quehacer de sus consejeros y la prohibición explícita de financiar al fisco cerraron la puerta a la fuente de inflación crónica que había caracterizado a Chile por décadas, y que había llegado a su máximo grado con la hiperinflación experimentada durante el período de la Unidad Popular.
La consolidación de la institución, sin embargo, requirió más que una ley, cuya letra pudo haber quedado muerta si no hubiese sido por la responsabilidad con que la mayoría de los liderazgos políticos han asumido el nombramiento de los consejeros y el cuidado de la institución. El alto nivel profesional alcanzado no ha bloqueado la presencia de diferentes visiones políticas, pero sí ha permitido que el desarrollo institucional y la visión técnica sobre la política monetaria se impongan por sobre las disputas personales o los intereses partidistas o de coaliciones. Decisiva en ese sentido fue la designación de los primeros cinco consejeros, fruto de un acuerdo entre autoridades del régimen militar y dirigentes de la entonces oposición. La composición de ese consejo, el respeto transversal hacia sus integrantes y la nominación consensuada de su presidente fortalecieron al ente emisor en un momento que resultaba crítico para la consolidación de su autonomía. Ello —sumado al notable resultado alcanzado en la reducción de la inflación— permitió proyectar una cierta forma de entender el quehacer del banco, que hoy constituye un importante activo para el país.
En esto, la experiencia del Banco Central es iluminadora, incluso más allá del ámbito económico. En efecto, ella muestra cómo el asentamiento exitoso de una institución no solo requiere de un adecuado diseño legal, sino también de un permanente compromiso por parte de las dirigencias políticas para fortalecerla mediante, por ejemplo, un cuidado especial en la designación de sus autoridades. Ello pues, en definitiva, la solidez de las instituciones descansa en medida no despreciable sobre la capacidad de las personas que las dirigen.
Los bancos centrales enfrentan muchas dificultades en varios países, en parte por los efectos de la crisis financiera de fines de la década pasada, cuyos estragos todavía se sienten, y también como consecuencia de una ola populista que busca soluciones de corto alcance a problemas económicos importantes, desplazando el papel de las instituciones. En Chile, la autonomía e independencia del Banco Central gozan de buena salud, pero no es descartable que un período prolongado de bajo crecimiento económico traiga aparejada una presión por buscar en el instituto emisor la solución a situaciones que el sistema político no es capaz de resolver.
La coyuntura actual ha agudizado las tensiones financieras y la sobrevaloración de numerosos activos, llevando a los bancos centrales a involucrarse en la promoción de la estabilidad financiera, para lo cual tienen altos conocimientos, pero menos herramientas legales. La tensión entre mantener una inflación baja y al mismo tiempo lograr la estabilidad financiera refleja el principal desafío al que están enfrentados los bancos centrales en la actualidad, y este desafío también está presente en el quehacer del Banco Central de Chile. (El Mercurio)
Editorial El Mercurio