Bifurcación en el camino: normalización o radicalización

Bifurcación en el camino: normalización o radicalización

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Las cosas se han degradado hasta el punto a que las personas comunes han debido modificar sus conductas para adaptarse a la incapacidad del gobierno. Por no haberse hecho cargo de la crisis de las SLEP en el norte, miles de alumnos han debido postergar sus vidas y sus sueños. Por la mala gestión de los directores del sistema de salud pública, millones de pacientes han debido recurrir a sus ahorros, encalillarse de por vida, o simplemente resignarse ante la cruda realidad.

No es exageración y se extiende a una serie de otras áreas de impacto inmediato social, incluyendo el trabajo digno, que se va mermando todos los días un poco más ante la sostenida alza de la informalidad, la tercera edad que se va acostumbrando a la idea de que las pensiones simplemente no aumentarán, y las mujeres, que no solo han sido las más afectadas por la mala administración de forma transversal, pero que además han visto un incremento histórico en índices relacionados al femicidio.

Así, el sector que diseñó el actual sistema de educación pública, que hizo campaña contra la salud privada y que venía a demoler y a reconstruir el modelo de desarrollo, no solo no ha hecho nada, sino que ha generado un importante retroceso en todo lo que se pensaba que haría mejor.

El país ha tomado un giro para peor. Y ya no es ni siquiera por lo que el gobierno hace, es por lo que no hace. Y mientras es más difícil identificar patrones de degradación por negligencia que por diseño, hay un área que se está volviendo cada vez más evidente: la seguridad.

La crisis de seguridad es casi exclusivamente responsabilidad de la administración actual, que como oposición al gobierno anterior, echó abajo el dique y ahora no logra contener el diluvio.

Cuando asumieron el gobierno, en 2022, ni siquiera quisieron conceder que había una crisis. Destacados referentes que hoy ocupan cargos de confianza en La Moneda no escatimaban en sostener que “no había evidencia de un alza en la delincuencia”, que era solo “una sensación empujada por los medios de comunicación”. Dijeron que Chile “siempre fue así”, que “nunca fue Noruega”.

Fue solo tras la vergonzosa paliza del plebiscito de septiembre de 2022 que empezaron a aparecer los diagnósticos. Pero lejos de la autocrítica, llegaron en modo exculpatorio. Así, con complacencia, pasaron de la ignorancia a la culpa de los otros. Y con justa razón, pues de otro modo no se podría hacer calzar la hasta entonces refutada tesis de que el aumento exponencial de la delincuencia estaba relacionado causalmente con la inmigración irregular.

Hoy, la posición oficial del gobierno ante la delincuencia es parecida a la de la oposición antes del estallido social, pero que para hacerse cargo del retraso incluye un elemento tan incrédulo como absurdo y que básicamente propone que Piñera fue a Cúcuta para pedirle a los venezolanos que por favor caminaran 6.743 kilómetros por junglas, playas y desiertos para venir a Santiago de Chile.

Incluso, si el diagnóstico fuera correcto, que no lo es, entonces ¿por qué entonces el gobierno no toma una postura decisiva para resolver el problema? Si ya llegó al punto de aceptar que el problema existe, entonces ¿por qué no lo resuelve con decisión bajo la premisa de que está resolviendo un problema ajeno?

Simple: porque no quiere.

Si el gobierno quisiera arreglar el problema, lo haría mediante la imposición de la fuerza: cierre de fronteras, estado de sitio, inmunidad situacional, militarización extendida, redadas masivas, juicios expeditos, sentencias ejemplares y deportación acelerada.

Persecución y penalización sin comas ni peros. Sin pausa ni condiciones.

Pero no quiere. Solo quiere hacer reuniones para fijar reuniones de las cuales saldrán anuncios que anunciarán otra reunión.

Es un gobierno autocomplaciente, satisfecho con su trabajo. Mide su éxito en base al número de medidas que anuncia y la frecuencia de los anuncios, ignorando que ambos indicadores reflejan ineficiencia y no éxito.

Por lo demás, éxito se mide con resultados y no intenciones. Y los resultados solo llegan cuando la respuesta es proporcional a la pregunta y es oportuna en el tiempo.

El punto de no retorno en Chile fue cuando la ministra del Interior Izkia Siches viajó a Temucuicui y tuvo que salir arrancando entre balazos.

Ese fue el momento en que el gobierno debió haber metido mano dura, anticipando lo que vendría si mostraba compasión. Ese fue el momento en que se debió haber sacudido del progresismo multicultural que le llevó perder el plebiscito y el apoyo de la clase media. Y ese fue el momento en que debió debutar el autoritarismo de izquierda funcional, que hasta ahora solo se ha aplicado de forma liviana para eludir la incomodidad que provoca la prensa.

Todo lo que vino después de Temucuicui, vino anunciado, incluyendo la muerte de 10 carabineros y las masacres de Quilicura y Lampa.

Todo, porque el gobierno simplemente no está dispuesto a hacer lo que se debe hacer para resolver el asunto.

Si el mismo Presidente Gabriel Boric y la vocera del gobierno Camila Vallejo se dan el tiempo y el lujo de condicionar la batalla contra la violencia a un misterioso pacto fiscal, es porque no están dispuestos a utilizar o redistribuir lo que tienen para hacer lo que puedan para terminar con las matanzas.

Así, ante la evidente dejación, hay una bifurcación en el camino, donde un ramal lleva a la normalización de la violencia y el otro a la radicalización de las personas comunes. (Ex Ante)

Kenneth Bunker