Bolivia y dos aprendices de brujo

Bolivia y dos aprendices de brujo

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El lunes pasado los bolivianos vieron y escucharon una dura crítica pública contra Evo Morales, propinada por el comandante en jefe del Ejército, general Juan José Zúñiga. Ante el revuelo natural, el evismo contraatacó exigiendo la renuncia del alto oficial deliberante y el martes el Presidente Luis Arce dijo haberla pedido, aunque no quedó muy claro. Esta fue la previa de lo que sucedería tres días después.

La escena principal del jueves, captada en vivo y en directo, mostró la Plaza Murillo copada por un centenar de soldados con uniforme de combate, una decena de tanquetas estacionadas frente al Palacio Quemado -sede del gobierno-, uno de los cuales subió a la calzada para abrir la puerta. Digo “abrir” y no “derribar” pues su conductor  la impactó con un golpe leve, para no dañar su marco. Por ahí entró el general Zúñiga, con uniforme de andar por casa, sin casco ni escolta armada, para luego salir escoltado por el presidente Luis Arce. En ese escenario, literalmente en la puerta de calle, ambos protagonizaron un diálogo asimétrico. El presidente, invocando su jerarquía constitucional de capitán general, ordenó al general retirar soldados y blindados, mientras  el interpelado lo escuchaba en posición firme, emitiendo monosílabos y masticando chicle. La secuencia terminó con Zúñiga retirándose a bordo de un vehículo militar.

A ello siguió una segunda secuencia en la cual el militar aprovechó algunos micrófonos al paso para criticar la democracia vigente, pedir cambios en el gabinete y, además, la liberación de los presos políticos militares y civiles (entre los cuales el opositor Fernando Camacho y la expresidenta Jeanine Añez). Luego -en paralelo-, Arce anunció la destitución de Zúñiga y tomó juramento a tres nuevos comandantes en jefe. El del Ejército ordenó de inmediato la vuelta a sus unidades de tropa y blindados.

La secuencia final mostró a Zúñiga detenido. A sabiendas de su destitución consumada, “reveló” entonces que la escena principal fue un montaje a pedido del presidente Arce. Este quería levantar su decaída popularidad no con un autogolpe, sino con un golpe de efecto. De ser así, lo del jueves fue sólo un simulacro mal preparado y peor escenificado. De inicio pareció un remake del luctuoso “tanquetazo” chileno de 1973, pero luego comenzó a evocar las guerras de  Gila. Ese notable humorista español que llamaba al enemigo por teléfono para pedirle que atacara después del fútbol.

El peligro real -al menos en la coyuntura- no estuvo en un retorno al golpismo militar boliviano, sino en la guerra a muerte  entre  el triple expresidente Evo Morales y su «hermano presidente Lucho».

Poder sin alternancia

La irresistible ascensión de Morales al poder, a inicios del milenio, fue fruto de una inédita conjunción  de factores. Entre ellos su etnia originaria, su liderazgo cocalero, las lecciones de su ideólogo Álvaro García Linera (AGL), el patrocinio del castrochavismo, la endeblez crónica de la democracia  y ¡ojo! la comprensión de los militares de que su profesionalidad era antagónica con el ejercicio del poder político.

A la sazón Bolivia había tenido cinco presidentes constitucionales en un quinquenio y un solo Morales que incidió en la caída de todos. Por lo mismo en su Movimiento al Socialismo (MAS) comenzó a ser percibido como el único líder capaz de dar al país la estabilidad indispensable. Elegido presidente en 2006, lo consiguió por casi una década, aunque al costo de un autoritarismo incremental, tributario de su admiración por Fidel Castro y Hugo Chávez.

Con ese talante, el “primer presidente indígena” consiguió aprobar en 2009 una Constitución plurinacionalista sin consenso,  cuyo señuelo popular era recuperar “la cualidad marítima” perdida en la Guerra del Pacífico. Aunque aspirando al poder vitalicio, aceptó -como concesión táctica- que  se limitara a dos períodos continuos. Suponía, seguro, que la recuperación del mar lo consolidaría como gobernante inamovible.

Aquello fue su talón jurídico-político de Aquiles. Complicado con su promesa marítima y con Bolivia en crisis tras una bonanza económica, asumió un tercer e inconstitucional período. De manera compensatoria, muertos ya en el poder Castro y Chávez y estimulado por un sector del Grupo de Puebla, comenzó a asumirse como el tercer gran líder de la región. Sobre esa base egocéntrica se preparó para un cuarto período. Explicó que ser candidato era su derecho humano y que el pueblo lo exigía.  Entretanto recibió el garrotazo de un fallo de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) contrario a su pretensión  de negociar con Chile una salida soberana al mar.

Tras una elección accidentada, amañada y denunciada, proclamó su victoria para un nuevo período, pero hasta ahí no más llegó. Hubo disturbios en las calles con muertos y heridos, la Policía se negó a reprimir a la oposición y la cúpula militar le aconsejó que renunciara. Ante tan sutil rechazo de la fuerza legítima del Estado, debió escapar al exilio mexicano, con escala técnica en la Argentina kirchnerista. El avión lo puso AMLO.

Guerra entre hermanos presidentes

Para mantener la continuidad institucional, asumió como presidenta interina Jeanine Añez quien, en menos de un año, revocó políticas importantes de su predecesor y convocó a elecciones. Dada la hegemonía del MAS, las ganó Luis Arce, durable exministro de Economía del líder exiliado. En el cortísimo plazo, a instancias del evismo, Añez fue procesada y hoy sigue en prisión.

En esas circunstancias Morales quiso creer que “el hermano Lucho” sería un presidente instrumental, ignorando que la historia regional está llena de  abnegados segundos que se ponen respondones cuando asumen el primer lugar. Arce no fue una excepción. Así, en la misma medida en que se autonomizaba de su exjefe, éste iniciaba una loca carrera para recuperar el poder perdido, con plataforma en sus incondicionales del MAS y en sus excolegas del Grupo de Puebla.

El objetivo primero de Morales fue desacreditar las políticas de Arce para ambientar ante el MAS la acusación de traición. En paralelo, ignorando el fallo adverso de la CIJ, reiteró su promesa de “devolver el mar” a los bolivianos. Esta vez lo haría interviniendo las políticas de Chile y el Perú, con base en su proyecto Runasur por una América Latina plurinacional. Para esto contaba con el apoyo del entonces presidente peruano Pedro Castillo, ahora en prisión.

En el corto plazo los chilenos rechazaron rotundamente un proyecto de Constitución plurinacional, con base principal en las tesis del ideólogo de Morales. Por su parte, los peruanos  denunciaron Runasur como una injerencia inadmisible, orientada a dividir su país. Luego lo declararon persona non grata, por su insólito protagonismo en “estallidos” luctuosos en el sur peruano, con vistas a la secesión de Puno.

Tras ese segundo fracaso, AGL quiso alertarlo. Le dijo, seguro, que sus acciones podían dividir al MAS y que la aventura peruana había puesto en riesgo la política exterior del “hermano Lucho”. Pero, su asesorado ya no era asesorable y AGL sólo consiguió ser estigmatizado como un “nuevo enemigo”.

A esa altura quedaba claro que Arce era la presa a abatir y que Morales no concebía la  existencia de vida después del poder presidencial.

El impacto militar

Morales nunca entendió que  Castro y Chávez murieron en olor de poder no sólo por sus habilidades políticas, sino porque tenían ejércitos propios. Desde su rusticidad, creyó que podía tener una fuerza armada similar mediante simples actos administrativos. Paradigmático fue su decreto de 2010 por el cual ordenó cambiar el lema de las Fuerzas Armadas bolivianas “Subordinación y Constancia” por el lema “Patria o muerte, venceremos”. Como era previsible, esto provocó un serio malestar en los militares con autoestima institucionalista. Para ellos era vejatorio asumir un lema castrista, levantado en Bolivia por el Che Guevara, enemigo vencido, apresado y ejecutado por soldados bolivianos.

Morales entendió, entonces, que en las Fuerzas Armadas predominaban los mandos  «conservadores», que no querían «descolonizarse» ni cambiar las doctrinas internas de la institución. Como alternativa buscó construir milicias armadas con chapa de grupos de autodefensa gremial, a semejanza de los “ronderos” peruanos. Con ello sólo logró profundizar el rechazo de las cúpulas militares, siempre opuestas a cualquier tipo de ejército paralelo.

Por lo señalado, en la guerra Morales-Arce éste tiene una ventaja relativa, pues los militares no pueden favorecer a Morales. Pero, como contrapartida, la supuesta complicidad de Zúñiga con Arce les dice que tampoco pueden comprometerse políticamente con un gobierno del MAS.

Visto así el tema, el balón político está rodando hacia las bases y cuarteles. Entre Morales y Arce han colocado a los militares bolivianos ante tres opciones básicas: apoyar a una u otra facción política, promover un gobierno híbrido como el que instalara el uruguayo Juan María Bordaberry en 1973 o gobernar directamente como en el pasado. 

Todas estas opciones implican una ruptura con la vocación profesional y sólo pueden garantizar un futuro luctuoso.

En memoria de Jota Jota

Cruzando esas percepciones con datos de la memoria, recuerdo una cena de pocos en mi casa, en 1972,  con el general y expresidente boliviano Juan José Torres (conocido como “Jota Jota”). Militar considerado revolucionario, estaba exiliado en Chile tras ser  derrocado por el general Hugo Banzer, considerado conservador. Jota Jota nos hizo entonces un briefing muy franco sobre la historia militar de su país, su experiencia como político castrense y los problemas de su relación con los políticos civiles. De las notas que luego tomé, rescato sus siguientes afirmaciones:

  • El MNR (Movimiento Nacional Revolucionario), liderado por Víctor Paz Estenssoro, cometió el error de no ocuparse de la educación militar. Pretendió cambiar la mentalidad de los oficiales por una simple afiliación al partido.
  • La educación impartida en el Colegio Militar era desclasante y aristocratizante.
  • El contacto con políticos cultos y profesionales, como el mismo Paz Estenssoro, revela que los revolucionarios civiles son antimilitares.
  • La idolatría universitaria por el Che Guevara contagió a algunos oficiales.
  • Vestir el uniforme es como “una puerta que se cierra desde los dos lados, civil y militar”.

Poco después Jota Jota cambió su exilio a Buenos Aires, donde fue asesinado el año 2006, por agentes del Plan Cóndor. Valga su recuerdo para comprender hasta qué punto la guerrilla política boliviana puede sepultar su sistema democrático y convertir a Morales y Arce en nuevos aprendices de brujo. (El Líbero)

José Rodríguez Elizondo