La violencia es un fenómeno propio de toda comunidad, cuyos orígenes se remontan a la historia misma de la civilización. De igual manera lo es la delincuencia, flagelo más grave todavía cuando se repasa la historia de la sociedad moderna. Los países han enfrentado este problema con distintas herramientas y recetas, teniendo algunas mejores resultados que otras, siempre dependiendo de los contextos socio culturales de cada Nación. Con todo, pretender organizar la vida en sociedad sin tener que soportar la infracción de leyes y normas, es tan utópico e iluso como suponer que la pretendida naturalización de este fenómeno hace infructuoso cualquier esfuerzo por castigar, rehabilitar y educar.
En Chile tendemos a cierta esquizofrenia sobre estos asuntos, la que deriva de un clasismo muy arraigado en nuestra elite, el que supone que los ciudadanos se dividen entre “la gente decente” y los delincuentes. Sólo eso explica que con tanto entusiasmo pidamos por la mañana endurecer las penas para algunos, acusando al sistema de excesivo garantismo y de no proteger a las víctimas; para, por la tarde, y cuando se trata de otros, escandalizarnos por lo que nos parece un sistema arbitrario, el que con la complicidad de los medios de comunicación no respeta la sagrada presunción de inocencia de las “personas como uno”. De esa forma, juzgamos de manera mucho más severa a quienes sustraen la propiedad ajena, irrumpiendo en los hogares y a veces intimidando a sus moradores, pero somos especialmente condescendientes con los empresarios que evaden impuestos, sacerdotes que abusan de sus feligreses o políticos que violan la ley para financiar sus campañas o partidos.
Pero efectuado el punto anterior, lo cierto es que resultaría absurdo negar el creciente clima de inseguridad que afecta a los ciudadanos, sumado a la sensación de mayor impunidad por parte de quienes trasgreden la ley y a la escaza capacidad del aparato estatal de poner atajo a una situación que por momentos parece desbordada. Se trata de un asunto, insisto, de la máxima gravedad, pues no sólo concierne a las personas directamente afectadas sino a la comunidad toda, donde se acrecienta el temor y la sensación de desamparo. Más allá de las frías estadísticas -las que, como decía Ronald Coase, se pueden torturar hasta hacerles confesar lo que uno quiere-, lo cierto es que en las políticas públicas en general y en la seguridad ciudadana en particular, lo más objetivo es lo subjetivo.
Tiene razón entonces el ministro del Interior cuando releva la importancia de la percepción de los ciudadanos, lo que adicionalmente debe ser acompañado con acciones que contribuyan a la mayor protección de las personas y a un justo castigo para quienes quebrantan las reglas del contrato social. El no poder cumplir con ese objetivo esencial y básico de todo Estado, también alienta la sospecha sobre como éste puede acometer otros roles que le hemos asignado y, particularmente hoy, cuestiona las adicionales funciones que le estamos entregando. Sobre ese primer cimiento entonces, es donde urge trabajar.