Desde mediados y hasta finales de los años 60, la propaganda contra las reiteradas candidaturas de Allende fue calificada como «campaña del terror».
Pero todo lo que se decía en aquellos afiches y eslóganes era rigurosamente cierto. Los tanques soviéticos habían efectivamente aplastado la sublevación húngara de 1956; las fuerzas de cinco naciones del Pacto de Varsovia habían realmente abortado en 1968 el intento checoslovaco por abrirle paso a la libertad, en medio de un régimen comunista; y, en el trasfondo, la URSS y Cuba habían consolidado sistemas de brutal opresión sobre sus propios pueblos, eliminando personas, creencias y emprendimientos. El Partido Comunista de Chile, hermano menor en todos esos procesos, apoyaba con entusiasmo las candidaturas allendistas.
Todo era rigurosamente cierto, y no había Neruda ni Corvalán, Quilapayún ni Jara, que pudieran demostrar lo contrario.
Pero las izquierdas chilenas, con mucho mejor comprensión de la psicología humana, entendieron que el susto que provocan las campañas realistas dura poco tiempo, y que si el cuco no llega, aquellos mensajes se desacreditan (nunca hubo tanques soviéticos en Santiago, aunque los técnicos rusos que trabajaron para Allende fueron más de 500, y en 1973 los cubanos residentes en Chile habían llegado a ser 5.291, de los cuales el 88% tenía estatuto diplomático).
Por eso, las izquierdas han optado siempre por utilizar en su publicidad electoral la exacta contraparte: a lo que llaman «el terror», han opuesto «el error», porque han sembrado las ilusiones más fantasiosas sobre lo que supuestamente serían capaces de hacer con el poder. La ventaja de la fantasía -aunque sea un enorme error- es que mantiene abierta la posibilidad de concretarse, mientras que el terror tiene fecha de vencimiento; las ilusiones se prolongan casi indefinidamente, pero los miedos caducan.
La síntesis de esas ilusiones fue su genial y hoy frustrado «Chile, la alegría ya viene».
Casi treinta años después, la campaña de Guillier recurre al mismo esquema: inducir al error, lograr que los chilenos simplemente se equivoquen, abriéndoles ilusiones que, o no son deseables, o no son posibles.
La encantadora igualdad es el mascarón de proa de todas las fantasías, porque lo que nos iguala en esencia es justamente lo que exige que seamos accidentalmente desiguales. Precisamente porque todos somos personas humanas es que cada uno de nosotros desarrollará potencialidades distintas. Solo de los robots fabricados en serie se espera igualdad de comportamientos. Por eso, prometerles igualdad a los chilenos es una directa inducción al error, que como toda vana ilusión, no traerá más que frustraciones.
Su prima hermana, la inclusión, solo estimulará el fatídico error de la envidia. Nuestros compatriotas querrán estar en todas partes; aún más, querrán ser parte de esto y de aquello, quizás sin haber hecho esfuerzo alguno por obtenerlo. Obviamente la otra prima, mucho más atractiva aún, la gratuidad, ofrece en esta campaña su belleza irresistible, aunque de luces la pobrecita ande muy corta (y que conste que estas campañas inductoras del error son eminentemente masculinas, y por eso mismo, juegan astutamente con las ilusiones ajenas).
En otras dimensiones, la inducción al error se está centrando en consignas como «no más AFP», «nueva Constitución» y «solo Guillier da gobernabilidad». Es más de lo mismo: tratar de obtener votos conduciendo a los electores a errores prácticos tan evidentes como han sido los sistemas de reparto, las asambleas constituyentes y los gobiernos izquierdistas de minoría.
¿Errores, posverdades o simples mentiras? (El Mercurio)
Gonzalo Rojas