El destino parece haberse empeñado en conferir a Cuba un lugar especial en la historia. Para España, perder a la isla caribeña (su última colonia americana) en 1898 significó una herida que tardó décadas en cicatrizar y que aún tiende a sangrar a veces en el espíritu de algunos ibéricos nostálgicos. Para Estados Unidos, Cuba fue desde la revolución castrista la espina permanentemente punzante. Y si bien el llamado deshielo matizó este aspecto en años recientes, la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca abre de nuevo algunas interrogantes sobre la relación cubano-estadounidense.
Pocas figuras han despertado tantas pasiones como Fidel Castro, que intentó plasmar su proyecto de mundo en una isla caribeña. Ídolo para unos, tirano para otros, las emociones estuvieron siempre a flor de piel en el caso del octogenario revolucionario cubano, empañando la mirada retrospectiva de fervientes admiradores y acérrimos detractores.
LOGROS DE LA REVOLUCIÓN
Más allá de los logros de la revolución cubana en materia de educación y de salud, nada menospreciables en vista de las condiciones imperantes en buena parte de América Latina, La Habana se ha podido vanagloriar por décadas de una hazaña en particular: haber resistido al asedio de gobiernos estadounidenses -demócratas o republicanos-, que intentaron por diversos medios acabar con el régimen de Castro. Más aún, cuando terminó de desplomarse el imperio soviético, Cuba logró sobrevivir a la debacle ideológica y práctica que le significó quedarse sin el amparo del gran hermano comunista. El deshielo entre Cuba y EE. UU. no ha tocado hasta el momento la plataforma ideológica de la revolución.
Convertida en algo así como el último reducto del proyecto marxista, Cuba se aferró a su revolución, haciendo algunos ajustes para mantenerse a flote. Una vez más, Fidel Castro dio prueba de su habilidad política y de su capacidad para mantener viva la ilusión revolucionaria, insistiendo en la vieja consigna de «patria o muerte».
LA AMENAZA DEL DESENCANTO
Pero la realidad hablaba ya desde hace tiempo otro lenguaje. Desde que se derrumbó el orden internacional bipolar, Cuba dejó de ser paulatinamente el aguijón del enemigo plantado a escasos kilómetros de Estados Unidos. Cierto es que Washington mantuvo el embargo, pero comenzó a quedar en evidencia que la principal amenaza para el régimen de La Habana está en el desencanto de los cubanos, forzados a renuncias y privaciones múltiples en aras de un sueño que ya no conlleva la promesa de triunfo.
La consecuencia fue una renovada arremetida contra la disidencia interna, que llevó incluso a provocar una seria crisis en las relaciones entre la isla y la Unión Europea. La «vieja Europa», que por años se resistió a caer en la lógica de la Ley Helms Burton y apostó por el «diálogo crítico» con La Habana, se vio confrontada con un líder caribeño duro en las palabras y en los hechos, empeñado en imponer su verdad cautivando a la gente o, de estimarlo necesario, reprimiendo y pisoteando derechos humanos. El «máximo líder” no comprendió que disentir no es delito, ni que la libertad implica también la opción política individual. Eso lo sitúa en el bando de los totalitarios, por mucho que les duela a sus admiradores. De ahí se deriva también la principal debilidad del modelo cubano, que arriesga mayores dosis de apertura desde que Raúl Castro asumió el timón, cuando la salud dejó de acompañar a Fidel. La enfermedad finalmente venció al viejo patriarca pero, al mismo tiempo, le deparó uno de sus grandes triunfos: haber muerto en su cama, de muerte natural. (DW)