Qué importante es saber en qué condición está la salud mental de quienes gobiernan un país. Y qué poco es lo que sabemos. Porque cuando surgen problemas, la tendencia es a ocultarlos. Es lo que pasó con Biden. Tuvimos que esperar su debate con Trump para saber —o confirmar— que tenía problemas cognitivos. Los habían ocultado su familia, sus asesores y su partido.
Nada nuevo.
En una terrible semana de julio/agosto de 1914, cinco países se fueron declarando la guerra. Fue el comienzo de la sangrienta Primera Guerra Mundial. De los cinco, cuatro tenían líderes con algún problema mental. El Emperador Francisco José, por sus 84 años. El tsar de Rusia, Nicolás II, por estar junto a su mujer sometido al embrujo de Rasputín. El Kaiser alemán, por tener defectos producto de un difícil parto al nacer, que lo dejaron con un brazo muy corto y daño cerebral que se manifestaba en conductas erráticas y déficit atencional.
Más sutiles, pero no menos alarmantes, eran las obsesiones de H.H. Asquith, el Primer Ministro británico. Casado, de 60 años, con cinco hijos, se enamora justo antes de la guerra de la mejor amiga de su hija Violet. Se llama Venetia Stanley y tiene solo 27. Asquith, con agudo desorden compulsivo, le escribe varias cartas al día. Son apasionadas declaraciones de amor en las que, además, le comparte datos ultrasecretos de la guerra, como si para conquistar a Venetia fuera necesario ostentar el alcance de su poder. Escrita la carta, le cuesta concentrarse en otra cosa que en la respuesta. ¿Por qué tarda tanto? ¿Qué me dirá? Una de las cartas más largas la escribe en una reunión de gabinete, una en que Churchill está proponiendo lo que resultó ser el catastrófico plan de invadir Turquía. Asquith no puede si no aprobarlo porque no puede admitir que estaba demasiado distraído para entenderlo. Hay una entretenida descripción de esta obsesiva infatuación en Precipice, la última novela de Robert Harris.
En cuanto a la Segunda Guerra Mundial, no es difícil suponer que el estado mental de Hitler era deplorable: lo que interesa es la entusiasta aquiescencia que despierta en una gran parte de la ciudadanía alemana. La interacción entre un líder narcisista y un pueblo dócil ante sus caprichos es un tema ampliamente tratado por ese psiquiatra convertido en analista político que fue Jerrold M. Post (1934-2020) en libros como Leaders (Líderes, 2004), Narcissism and politics (Narcisismo y política, 2015) o Dangerous Charisma (Peligroso carisma, 2019). El último es sobre Trump. Según Post, tanto el líder como su público ahogan sus carencias, sus inseguridades en arrebatos de grandiosidad y certeza.
Cosa de ver el mundo actual, en que abundan los líderes narcisistas. Por ejemplo, Putin. Increíble la pompa con la que se desplaza por sus suntuosos salones dorados para llegar a una reunión, la enormidad de la mesa en que recibe a sus comensales y la distancia que les guarda. Imposible que Putin no se sienta invencible en esa burbuja. Porque también goza de una amplia aquiescencia ciudadana. Siempre fueron populares en Rusia las guerras de Putin: fueran contra los chechenos, Georgia o Ucrania. Las carencias que él compensa con grandiosidad y aventurismo bélico parecen ser un espejo de las de los mismos rusos.
¿Cuán distinto es el caso de Trump? Sus desplantes desde el también dorado Mar-a-Lago ocupan una coreografía menos formal que la de Putin, pero son igual de jactanciosos. Y Trump goza también de apoyo ciudadano, sobre todo de ciudadanos que se sienten heridos y desplazados.
Trump y Putin: dos narcisistas, que buscan ser adulados y que quisieran revertir la pérdida de poder relativo de sus dos imperios. ¿Peligroso o no? A menos que un árbitro (¿tal vez Musk, quien sabe algo de narcisismo?) los condujera a convencerse de que la construcción de una paz mundial duradera es suficiente legado para satisfacer sus tremendos egos. (El Mercurio)
David Gallagher