No, no es la crispación lo que caracteriza por estos días a la atribulada patria.
Es otra cosa; es más bien una sensación de tiempo muerto, de días que pasan sin que se cierren los temas, de semanas marcadas por una espera tensa.
Que los partidos de gobierno son los culpables de tener al país en vilo y que la Presidenta es el mascarón de proa de una nave cuya posición en el océano ignoran ella y sus colaboradores, es algo reconocido ya por más del 70% de los chilenos.
Eso nos tiene en tensa espera.
Cuando los países se interrogan con un simple «¿qué va a pasar?», estamos frente a una muy mala pregunta, a una señal inequívoca del desconcierto. Lo saludable es preguntarse «¿qué debo hacer?», porque apela a la propia iniciativa, al propio esfuerzo. Pero esta última interrogante está hoy casi totalmente bloqueada, porque los chilenos tienen mayoritariamente la sensación de que la Concertación y los comunistas han desatado unas fuerzas tan perversas como incontrastables. Algo así como «hay que aguantar para que pase esta tremenda tormenta, hacer más adelante el inventario de los daños y ver entonces qué hacer; por ahora, esperemos».
Millones de familias esperan, porque no saben si les convendrá sacar a sus hijos de la educación municipal, dejarlos en la particular subvencionada o cambiarlos a la particular pagada, haciendo un esfuerzo aún mayor. Y otros cientos de miles esperan una definición no discriminatoria sobre la gratuidad para los alumnos de la educación superior. Pero, a su lado, miles de sostenedores y decenas de miles de profesores esperan también, porque no saben si trabajarán en libertad o bajo férreo control estatal, si su carrera docente será dignificada o maltratada por los grupos de presión. Y los directivos universitarios esperan a su vez, amenazados por el cogobierno y la fijación de las vacantes y del costo de las carreras.
Esperan también todos los emprendedores de Chile, completamente desconcertados por una reforma tributaria que nació enferma, pero que ya ha inoculado su inseguridad en toda la economía, y a la que se suma una eventual pésima reforma laboral. ¿Qué esperar? «Lo peor», se dicen unos emprendedores a otros.
Espera la clase política -tiembla más bien- porque las boletas se multiplican, los correos se conocen, los procesos avanzan, aunque las simetrías aún no llegan. Pero, sobre todo, espera la clase política la gran definición: que la Presidenta aclare de una vez por todas cuál es su voluntad respecto de la responsabilidad asumida dieciocho meses atrás. Esperan sus partidarios que ella disipe vitalmente los rumores y las crónicas que la comprometen o confirme esos dichos. Esperan.
Y por eso, tantos otros esperan que aparezcan las nuevas iniciativas políticas en la derecha: no el maridaje (¿maquillaje?) de los de siempre con los de siempre. Y esperan otros ciudadanos que la Concertación le diga adiós al PC, y que no le abra la puerta a ME-O. Quizás esperan a Lagos. Y Lagos los espera a ellos y a otros a los que podría encandilar.
Y siguen esperando los habitantes de La Araucanía, sin saber ni cómo ni por qué Chile fue expulsado de esa región; y esperan cuantos salen a la calle en todas las ciudades del país que Carabineros sea de nuevo «esa policía verde», fortalecida por el poder político.
Y los militares procesados esperan que se les reconozcan sus derechos, como esperan en sus colas los enfermos y en las suyas los pasajeros del Transantiago; y en la fila de la vida, esperan seguridad a todo evento los niños por nacer.
Y, como si fuera poco todo lo anterior, ¿con qué Constitución funcionaremos? Nueva espera, más espera.
Esperas que son muy tensas, porque las esperanzas son bien escasas.