¿Qué es lo que está pasando? Claro. Las respuestas son rápidas y obvias. Hay incapacidad para ponerse de acuerdo. Dogmatismos de un lado y del otro. La culpa siempre es del otro. Pero la brecha persiste. Y nada ni nadie es capaz de arbitrar el asunto. Y los problemas cotidianos se acumulan, la inquietud colectiva se convierte en preocupación y en angustia, y la explicación para todo continúa en esferas tan confusas como colectivamente inexplicables.
La gente, o el pueblo —para emplear la palabra doctrinariamente correcta—, no entiende lo que está pasando. Pero su preocupación no radica en el porqué, sino en el para qué. La gente debe vivir, comer, vestirse, progresar, mejorar sus condiciones de vida en todas sus dimensiones.
Pero en la esfera de las decisiones colectivas relativas a tales preocupaciones, el debate transcurre en niveles tan lejanos como incomprensibles. Todo es ideológico. De lado y lado. En materia de pensiones, el tema central es la propiedad de los fondos previsionales, respecto de lo cual la lógica popular —coherente con el artículo 582 del Código Civil— coincide con el reclamo de cada cual, o sea, que cada cual dispone de sus recursos, y en materia tributaria, que todos deben pagar “en proporción a las rentas”, como lo señala la Constitución vigente.
Todas esas cuidadas expresiones jurídicas, que debieran garantizar la efectiva tutela de los derechos, se encuentran resguardadas por una serie de excepciones jurídicamente positivas y jurisdiccionalmente consolidadas, que les proveen de la debida protección frente a cualquier interpretación doctrinaria adversa. Entonces todo sigue igual. Nada cambia.
Pero, más allá de esta situación de statu quo político-institucional, la actual situación del debate sobre el futuro de Chile debe hacerse cargo de un tema que ha sido soslayado más allá de lo admisible: es que el actual dilema de Chile es falso. Es que no se trata de seguir un camino entre el Estado y el mercado. No se trata de optar por una alternativa socialista o neoliberal. Porque ambas vías no solo han fracasado en la práctica, sino porque no habrían sido alternativas para nuestro desarrollo. Entonces, no debiéramos gastar energías intelectuales ni emprendimientos políticos en perseverar en tales alternativas, sino en aprovechar sus fracasadas experiencias políticas y socioeconómicas para encontrar la opción adecuada para nuestra realidad y nuestras necesidades.
Las dos alternativas que se nos presentan en el debate nacional ya son parte del pasado de la historia universal. El socialismo estatista terminó en Berlín, el 9 de noviembre de 1989 con la caída del muro que dividía esa ciudad y el mundo. Y el neoliberalismo privatista se hundió el 25 de septiembre de 2008, cuando el gobierno de Estados Unidos anunció un plan de rescate de 700.000 millones de dólares para la banca afectada por la denominada crisis subprime. Así se terminaba con la veda a la intervención del Estado en la economía, prohibida por Friedman y sus seguidores alrededor del mundo.
Desde entonces, hace casi dos décadas, en el mundo desarrollado el debate sobre el desarrollo ha dejado de ser dirigido por la polaridad de caminos entre el “estatismo” y el “privatismo”, para dar paso a una vía concordante entre la complementariedad entre esas esferas. Tal es el contexto dentro del cual se mueve el mundo de hoy. En todas sus dimensiones.
Por eso es que resulta tan chocante y anacrónico nuestro debate en el Chile de 2023. ¿Es tan fuerte el conflicto de hace medio siglo para que todavía determine nuestros puntos de vista en esta época tan distinta? ¿Qué se necesita para que nos pongamos en la onda del mundo? ¿Qué se necesita para volver a nuestros antiguos rasgos de mesura para movernos en el escenario internacional y en nuestras adecuaciones internas? La respuesta a esta interrogante no debe buscarse en los preclaros pensadores criollos actuales. Hay que remontarse a Bernardo O’Higgins —a quien tanto se recuerda en estos días— cuando presentó el proyecto de su Constitución el 10 de agosto de 1818: “Mi objeto en la formación de este proyecto de Constitución provisoria no ha sido el de presentarla a los pueblos como una ley constitucional, sino como un proyecto, que debe ser aprobado o rechazado por la voluntad general. Si la pluralidad de los votos de los chilenos libres lo quisiese, este proyecto se guardará como una Constitución provisoria; y si aquella pluralidad fuese contraria, no tendrá la Constitución valor alguno”.
En estos días de celebración nacional, acudamos a lo común. A lo que efectivamente nos une, para implorar al Dios —en el cual cada uno o una cree— o al destino, para que se acuerde de nosotros y nos oriente para encontrar nuestro camino para vivir como plenos seres humanos. (El Mercurio)