“Todas las familias felices son iguales; cada familia infeliz lo es a su manera”, es la frase inicial de Ana Karenina. Lo que Tolstói trata de decir es que hay un cierto patrón entre las familias funcionales, que permite que cada componente pueda llevar a cabo su plan de vida sin angustias y sobresaltos evitables. Me atrevo a sugerir que uno de los elementos fundamentales que los une es la confianza, estado de ánimo que se logra a través del acatamiento de ciertas normas y conductas, como el respeto mutuo, la tolerancia de cada individuo tal cual es, una comunicación honesta pero amable, la aceptación de las diferencias, la presunción recíproca de la buena fe, la colaboración mutua y una interpretación positiva de las aseveraciones del otro.
Las familias infelices lo son por las más diversas razones personales y circunstanciales; unas inevitables y otras deliberadamente creadas, lo cual ciertamente crea un ambiente adversarial que pocos desean.
Tengo conciencia de que la lógica de las relaciones sociales en una familia es una muy diferente a aquella que rige en la sociedad en su conjunto, integrada por millones de miembros, anónimos los unos con los otros, en la cual es prácticamente imposible percibir las necesidades y dificultades de cada uno y es por ello muy difícil aplicar soluciones colectivas.
Sin embargo, ciertamente hay símiles entre los países que funcionan sin una exacerbación de los conflictos, donde se aplican muchas de las prácticas de las “familias felices”; y hay semejanzas también en aquellos que pierden las formas de convivencia y un mínimo grado de cooperación entre sus miembros, sin los cuales es muy difícil alcanzar el bienestar de la comunidad.
Me temo que, por las más diversas razones, estamos perdiendo la posibilidad de coexistir en forma armónica y “vivimos en un país que se ha tornado tóxico”. El núcleo central de la relación entre los ciudadanos es la total falta de confianza, una comunicación y un debate público marcados por la hostilidad, la descalificación odiosa del adversario, la agudización de las diferencias, la falta de honestidad intelectual, incluso el uso de la mentira en la argumentación y la confrontación de certezas ideológicas inamovibles, en que cada grupo siente que tiene la verdad única e incuestionable. En suma, una total carencia de la amistad cívica necesaria para que una democracia funcione.
Ello me induce a preguntarme: ¿por qué los seres humanos nos hemos dado normas, reglas e instituciones que promueven las buenas relaciones y la convivencia pacífica? Estoy lejos de ser fiel discípula de Hobbes y de su creencia de que “la vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”, pero sí creo que sin un contrato social, sin reglas de conducta compartidas que reflejen principios éticos y morales que guíen el comportamiento ciudadano y sin reglas sociales aceptadas por unos y otros, no hay previsibilidad en las relaciones personales y políticas; carecemos de mecanismos para resolver los conflictos y disputas de manera pacífica y las diferencias se pueden transformar en enfrentamientos. En suma, como lo percibió con tanta claridad Adam Smith, sin “empatía” es difícil cohabitar con el otro. (El Mercurio)
Lucía Santa Cruz