Después de las palabras de la Presidenta reaccionando al caso que involucra a su hijo, ya no es una hipótesis, sino un hecho explosivo, que hoy somos un país sin liderazgo político en medio de una crisis institucional.
Dadas las circunstancias de innegable crisis de legitimidad del sistema político chileno, sólo la Mandataria contaba hasta ahora con un estrecho y potencial margen de maniobra para explicar a chilenos y chilenas, desde cierta altura moral, haciendo valer su capital político y su supuesto carisma, qué está ocurriendo en nuestro país y, en la medida de lo posible, orientar a la opinión pública o, al menos, a su escaso electorado de cara a un incierto futuro. Sin embargo, luego de las palabras de Michelle Bachelet la desorientación es ahora total.
Estamos presenciando una sucesión de acontecimientos imparables que apuntan y hieren el corazón del sistema político chileno o –lo que es lo mismo– del pacto social bipartidista establecido a finales de los ochenta y principios de los noventa entre la derecha y la Concertación. Ninguno de los actores principales de este pacto ha quedado impoluto ante la mancha del dinero sucio. Todos aparecen involucrados directa o indirectamente en cuestionables transacciones con el sector financiero empresarial (¿a cambio de qué?). El lodo alcanzó primero a la UDI (tanto a sus históricos como a su generación de recambio). Luego a RN. También a Andrés Velasco y su “Fuerza Pública”. Luego a la DC. Ahora al PS y, finalmente, ha salpicado hasta la Presidencia de la República.
La Presidenta estaba obligada a hablar a la vuelta de sus (tres semanas) de vacaciones, a pronunciarse no sólo acerca de su hijo y su nuera, sino también acerca de otros temas difíciles, de inciertas consecuencias, acerca de un momento complejo que la institucionalidad política chilena está viviendo; tal vez el más complejo desde 1990. Pero justamente para eso están los liderazgos, para probarse en momentos de tormenta, para sostener el timón y mostrar rumbos, para brillar en medio de la nebulosa y ofrecer palabras que otorguen ciertos marcos interpretativos de la situación.
Sin embargo, en vez de aprovechar el momento crítico, de dirigirse al país como líder, de plantear vectores éticos, de orientar a la opinión pública, de tratar de sostener las últimas estructuras de lealtad que le quedan a este sistema político, de proponer un último pacto de confianza sobre la base de su (supuesto) capital político, en vez de salvar a la patria, quiso salvar a su hijo.
Habló así la mamá, no la lideresa. Se escucharon tonalidades bajas, susurrantes diminutivos, ligeros eufemismos y un bizarro reconocimiento maternal al trabajo realizado por su hijo (en un organismo del Estado desconocido para el 99.9% de los chilenos).
No era este el momento de ofrecer una madre (ni siquiera arquetípica) a la opinión pública, sino de proponer un liderazgo ante la crisis y ante el país. En cambio, la Presidenta nos propuso la figura de una mamá afectada que sabe gracias a los medios de comunicación, igual que todos nosotros, que su hijo y su nuera hacen negocios para la especulación inmobiliaria con uno de los hombres más ricos del país. “Me informé por la prensa en Caburgua”… no queríamos una constatación tan ordinaria (en el sentido semántico formal de la palabra), sino una reacción extraordinaria para una situación extrema, palabras que pudieran inyectar algo de fe respecto del rumbo que están tomando los acontecimientos.
El carácter de esta intervención presidencial permite constatar otro hecho: la actual institucionalidad no tiene ya la capacidad de ofrecer desde su propio campo liderazgos que permitan un rescate político de este pacto social nacido en la transición a la democracia. Nos convertimos en un país sin liderazgo, con una clase política que manda pero no dirige, que ejecuta pero no convence. No hay dónde encontrar liderazgos al interior del establishment, ni siquiera en los ex presidentes. No existe, por ejemplo, el “estadista” que oriente políticamente; y aunque Ricardo Lagos cree serlo, su acuerdo con la UDI permitió dar forma legal a la estructura de afinidad entre dinero y política que hoy conocemos. Tampoco existe algún “liderazgo moral” que pudiera ofrecer confianza para, por ejemplo, un acuerdo nacional, ni Aylwin con su “en la medida de lo posible”, ni Frei que perdió ante la derecha, ni Piñera que no dejó institución del Estado bien parada durante su mandato, pueden aspirar a la confianza ciudadana.
En definitiva, una vez más, los chilenos y chilenas hemos presenciado cómo un evento de enunciación presidencial clave es convertido en una apuesta mediático-comunicacional antes que política. Pero, por otro lado, ello es coherente con la crisis institucional, porque es esta una institucionalidad que convirtió en normal anteponer el cálculo comunicacional por sobre el análisis político; la primacía de la imagen y el pseudoanálisis comunicacional por encima de la reflexión y la crítica política; el rating televisivo por encima de la politización de la ciudadanía y la cuña por sobre el entendimiento político de los hechos. De esta forma se explica la apuesta acomplejada y emocional por representar a una mamá dolida y no la opción por una intervención con pronunciamiento político.
Así las cosas, se está configurando el mejor escenario para el surgimiento de un movimiento social articulado y alternativo, cuyas demandas y dirigentes no sean cooptables por la institucionalidad y que ofrezca liderazgo a la ciudadanía. Pero, claro, eso ya es sólo una hipótesis.(El Mostrador)