Chile: volver a ser

Chile: volver a ser

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¿Podrá la nutrida batería de reformas anunciadas por la Presidenta de la República marcar una inflexión en la crisis política y moral en la que estamos varados?

Yo creo que Chile tiene una reserva moral y política, que viene desde los orígenes de esta república y no es patrimonio ni de la izquierda ni de la derecha, que todavía no ha sido completamente devastada. No pienso que Chile sea un país inviable ni un invento artificioso, ni menos una pura «marca», como nos lo han querido vender algunos publicistas posmodernos. Sí creo que en algún punto perdimos la brújula, que nos extraviamos, que nos traicionamos a nosotros mismos, que cambiamos valores muy acendrados en todas las clases sociales (como la austeridad y la probidad) por «cuentas de vidrio». Como Dante en la antesala del infierno, los chilenos de la transición deberíamos decir: «en el medio del camino de nuestra vida/ nos encontramos en una selva oscura/ porque habíamos perdido la buena senda». La usura y la desmesura enceguecieron a nuestra élite dirigente (política y empresarial) y una aspiracionalidad ansiosa convirtió al pueblo chileno en una masa de consumidores, esclavos de la tarjeta de crédito, sin identidad propia ni conciencia. Es decir, sin libertad interior. La inautenticidad nos hizo perder el norte y nuestro centro. La inautenticidad ha sido una de nuestras tentaciones más atávicas a lo largo de nuestra historia, una de cuyas expresiones más evidentes es la «siutiquería» tan bien descrita por Edwards Bello. Un columnista acaba de escribir en el diario El País de España que el gran pecado de los chilenos fue la vanidad y el egocentrismo de creernos inmunes a la corrupción y la decadencia, de sentirnos superiores al resto de los latinoamericanos.

Usa como metáfora de estas décadas de extravío la torre «Costanera Center» y lo hace con certera ironía. Yo escribí -excúsenme esta falta de modestia- hace dos años dos columnas sobre esa pretenciosa torre, a la que bauticé «Babelita». Y lo hice cuando los que tenían que opinar guardaron olímpico silencio ante esa aberración urbanística que algunos llamaron nuestra «torre Eiffel». Desde hace varios años vengo insistiendo majaderamente sobre la decadencia ética de Chile, cuya expresión más visible ha sido la barbarie inmobiliaria. Tanto que algunos dijeron que mis columnas se habían vuelto muy «pesimistas» y me recomendaron volver a mis escritos más líricos. Hoy, cuando el volcán ya estalló y ha salido toda la ceniza y la mugre que tenía que aflorar, siento un alivio tremendo. Y me voy a permitir ser optimista y discrepar en algunos aspectos del columnista del diario español. Los países del «primer mundo» han querido siempre darnos lecciones morales, enseñarnos cómo se hacen las transiciones políticas, cuando las suyas muchas veces están tan llenas de abdicaciones y olvidos como las nuestras. Pero para entendernos más hay que estudiar a fondo la historia de Chile, averiguar quiénes fueron Andrés Bello, Portales, Vicuña Mackenna, para darse cuenta de que Chile ha tenido una atávica «pasión por el orden» que nos ha salvado de muchos abismos y pantanos en que cayeron nuestros vecinos. Eso no significa despreciar a esos países hermanos. Una cosa es ser autocrítico, pero otra es negar nuestras propias virtudes republicanas, que sí las hemos tenido, pero que nuestra clase política vulneró de manera irresponsable. Antes que escuchar lo que los otros dicen de nosotros para bien o para mal, hay que volver a nuestras propias fuentes, releer nuestra propia historia, y tener el coraje de develar nuestras vergüenzas, pero también enorgullecernos de lo que hicimos bien. Lo más urgente hoy es volver a pensar desde lo propio, no aspirar a ser la copia infeliz del edén francés o norteamericano o español o finlandés. Esa es la única manera de salir de esta «noche oscura» del alma del país, a la que nos arrastró la inautenticidad y el «peso de la noche».

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