La planta de Enami en Ventanas era un triunfo del Estado y la ingeniería chilena. La inauguró el Presidente Frei en 1964, pero su construcción comenzó varios años antes. Su emplazamiento no estuvo exento de polémicas. Los Vilos compitió codo a codo para quedarse con el proyecto, pero finalmente se optó por la bella bahía de Quintero. Llegaba acompañada de una generadora eléctrica a carbón, la Chilectra. También de un nuevo camino que nacía en Nogales, pasaba por la difícil cuesta de Los Maquis y Pucalán, bordeaba Puchuncaví y Campiche para rematar en Ventanas. Una obra titánica y patriótica que se encargó al Cuerpo Militar del Trabajo, que llegó con sus tornapules y otras maquinarias de punta. Ufana, la comuna de Puchuncaví puso una chimenea humeante en su escudo.
Mi familia comenzó a ir a la zona a comienzos de los años cincuenta. Mi padre, que era tesorero de la Universidad Católica, organizaba junto a los sindicatos campamentos para sus trabajadores. Con el tiempo adquirieron un terreno en La Greda, una localidad rural a dos kilómetros de la costa. Tenía 9 x 300 metros. Ahí levantaron, con materiales de construcción sobrantes, una modesta casa sin agua ni luz.
Llegué por primera vez a la zona a los tres meses de edad. Seguí yendo todos los veranos hasta 1969, cuando concluí el colegio. Ahí forjé mis primeras amistades: el Bicho, el Milo, el Yayo, el Guido, el Talo, el Chico Nano. Los acompañé a buscar chilcas para limpiar el horno de greda, a guardar las vacas al anochecer, a conejear, a cortar cardos.
Cuando se iniciaron las obras, los hombres del pueblo dejaron la agricultura para trabajar en las empresas contratistas. Tendríamos unos diez años y acompañábamos a sus hijos a llevar la choca del almuerzo a sus padres. Eran varias ollas pequeñas de acero enganchadas entre sí. La de la base contenía carbón para mantenerlas calientes. Llevábamos además bolsas con pan, platos y servicios. Los padres-trabajadores nos esperaban a la salida de las faenas.
La tierra siempre fue seca y pobre. Solo se daban arvejas, papas y algo de trigo. Ella fue quedando abandonada mientras el área se llenaba de camiones, talleres y comercio. Una vez que la planta se puso en marcha comenzó a percibirse un sabor ácido en la boca, una arenilla amarilla en los campos y cenizas de carbón por doquier, especialmente en la playa. La agricultura murió, lo mismo que la pesca. Las piscinas de las salinas que traían agua del mar se fueron secando, la tierra se llenó de estrías, las quebradas fueron acumulando desechos, mientras se iban levantando más y más instalaciones industriales. Los turistas fuimos gradualmente huyendo. La gente local, en cambio, vinculada casi toda a las nuevas actividades, fue prosperando.
Hace veinte años se supo de los primeros episodios de contaminación crítica. Han seguido desde entonces, a pesar de los esfuerzos para reducirlos. Aparecieron los “hombres verdes”, trabajadores con llagas y ampollas verdosas en la piel y en sus órganos internos. Se supo también de las elevadas tasas de cáncer e infecciones respiratorias. Grupos de extrabajadores con sus familias comenzaron a denunciarlo y movilizarse, secundados por vecinos, antiguos veraneantes y grupos ambientalistas. La batalla ha durado años.
En días pasados, con el respaldo del Gobierno, Codelco anunció el cierre de la fundición. Los sindicatos se oponen. Lo mismo algunos vecinos y autoridades locales. Se arguye el costo en empleo y actividad, lo que es cierto. De hecho, mis antiguos amigos de La Greda —los que aún viven, porque muchos han fallecido por accidentes laborales o cáncer— nunca han querido la clausura. Lo que padecen, señalan, es simplemente su destino.
Es hora de reaccionar y no seguir siendo cómplices de las crueles injusticias del destino. El impacto económico, sin embargo, no puede caer sobre las espaldas de los trabajadores y vecinos de Ventanas. Sería una doble victimización. Chile entero debe hacerse cargo de compensarlos y asegurar la recuperación integral de esa zona para las generaciones venideras. (El Mercurio)
Eugenio Tironi