Hace pocos días conocimos el histórico acuerdo entre el Vaticano y China para «consensuar» el nombramiento de obispos con el gobierno comunista. Un pragmático acuerdo que desconcertó a la comunidad católica en China, hostigada durante largos años por su fidelidad a los papas romanos. El Papa ha dicho ser consciente «de que en algunos surgen dudas y perplejidad». Pues evidentemente así ha sido.
El año pasado también fue desconcertante la actuación del Papa en Venezuela, donde en la práctica se le tiró un salvavidas amarillo y blanco a Maduro. La «mediación» del Vaticano en Venezuela, en contraposición a la lucha de los obispos locales, terminó legitimando la dictadura chavista, cuando millones de manifestantes exigían su renuncia en las calles. Le permitió a Maduro ganar tiempo, endurecerse y reprimir aún más a la oposición.
Y así hay muchos ejemplos más.
Pero si de desconcierto se trata, Chile ha sido el paradigma. La visita fue desastrosa bajo todo punto de vista. Congregó a muy poca gente y sobraron gestos, saludos y sonrisas a Juan Barros y a otros obispos acusados. La imagen que quedó para la posteridad fue la de aquella declaración al partir hecha a los periodistas locales de Iquique donde -atrás de una reja, rompiendo toda solemnidad pontificia- señaló que «no hay una sola prueba en contra de Barros; solo hay calumnias».
Pocos meses después expresó: «Pido perdón a todos aquellos a los que ofendí» y solicitó la renuncia a todos los obispos, las que se han ido concretando de dos en dos, de tiempo en tiempo, de gota en gota.
Ayer nos volvimos a sorprender, pues le había llegado la hora a Karadima. «El Santo Padre ha tomado esta decisión excepcional en conciencia y por el bien de la Iglesia», siete años después de que se conoció todo. Treinta años después de que se iniciaron las denuncias. «Estábamos ante un caso muy serio de podredumbre y había que arrancarlo de raíz», fue la extemporánea declaración.
Es cierto que esconder las cosas había sido la política oficial llevada a cabo desde el Vaticano por siglos. Ahí está el encubrimiento de Maciel de los Legionarios, de Figari en los Sodalicios y de tantos otros casos. ¿Pero por qué ahora Karadima? ¿Para compensar la expulsión de Precht? ¿Y por qué ahora Precht?
Desde que se instauró el papado el año 33, han existido buenos y malos pontífices. Sergio III es el único papa que mandó a asesinar a su predecesor (Leo V); León X fue conocido por vender indulgencias; Alejandro VI por su mal comportamiento. Quizás en el futuro se hable de «Francisco I, el impredecible».
Seguir la secuencia de acciones no parece fácil. Algunos han achacado aquello a las huellas del peronismo argentino. Mal que mal, Perón fue un maestro de la contradicción dialéctica: a cada uno le decía lo que quería escuchar y bajo su discurso «cabían todos».
Es posible que la influencia peronista juegue algún rol, pero no explica todo.
Y si hay respuestas sin resolver, al menos dos son las más relevantes para el caso de Chile. ¿Cómo una institución puede tener por meses a su más alta jerarquía renunciada, sin que nadie en la práctica esté ratificado? ¿Y dentro de lo anterior, cómo es posible que el nuncio y el arzobispo de Santiago sigan estando en el «limbo», aunque oficialmente este ya no exista?
Francisco I ha tenido la humildad de pedir perdón. Ello es valorable. Especialmente si se considera que desde Adriano VI en 1522 hasta Pablo VI, en 1963, ningún Papa aceptó haberse equivocado.
Pero el tránsito ha sido de perdón en perdón. De una orilla a la otra. Y de tumbo en tumbo.
Mientras tanto, la encuesta Bicentenario muestra que en los últimos diez años, a la par de lo que ocurre en el mundo, cayó de 93 a 77 el porcentaje de quienes afirman «creo en Dios y no tengo duda de ello». No se ha hecho la pregunta sobre el Papa, pero es muy posible que la caída se duplique o triplique.
Quizás es un buen momento para recordar lo que dijo un intelectual francés del siglo XVIII: «Lo único que impide a Dios mandar un segundo diluvio es que el primero fue inútil».