El liberal comunismo parece haber llegado a Chile. Es la dimensión empresarial del compromiso país que se lanzó esta semana.
Zizek -quien escribe con la frecuencia que otros respiran y siempre con el mismo espíritu crítico- acuñó el término «liberal comunista» para referirse a quienes piensan que es posible ganar dinero en base a las rutinas del capitalismo y, simultáneamente, mientras se produce y se acumula la riqueza, ocuparse de quienes esas mismas rutinas dejan en el camino.
Es el Parsifal de Wagner erigido en principio social: la lanza que inflige la herida, es la misma que la cura.
Tradicionalmente, los empresarios y las personas más ricas producían la riqueza asumiendo las reglas del sistema, sin hacerse demasiadas ilusiones y, más tarde, como cosa privada, inspirados en sentimientos humanitarios o religiosos, hacían filantropía. Pero ellos tenían claro que una cosa era la racionalidad empresarial que los obligaba a la máxima rentabilidad y a la severidad en el trato con el mundo del trabajo, y otra cosa la filantropía, el ánimo caritativo o colaborador. En la mañana, por decirlo así, se comportaban en base al viejo espíritu capitalista, y en la tarde hacían caso (parcialmente) a las sugerencias de Jesús en la parábola del joven rico.
En ese espíritu más o menos tradicional, el mandato evangélico corregía al capitalismo.
Ahora no.
El capitalismo no necesita ser corregido porque lleva en sí mismo el mandato evangélico.
El liberal comunista piensa, en efecto, que la rutina de ganar dinero y ayudar a otros van estrictamente de la mano. El liberal comunista piensa que el mismo acto de producir el dinero es el que, simultáneamente, ayuda a las personas que van quedando heridas en el camino. Para el liberal comunista no hay estructura de clases que distribuya desigualmente el valor social, ni rutinas de exclusión que corregir ni nada estructural de lo que ocuparse. Todo eso, arguye, son distracciones inútiles, meras ideologías, tonterías de intelectuales ociosos: solo hay problemas de los cuales, con buena voluntad, es posible ocuparse. Si alguien pensaba que la racionalidad empresarial reñía con la igualdad y la compasión, el liberal comunista viene a corregirlo: son lo mismo -le dice-, usted puede dedicarse a hacer negocios, administrar el holding, reproducir la herencia y, al mismo tiempo, estará secando algunas lágrimas de este valle. Como explicó, con su habitual entusiasmo y espontánea simpleza, el presidente de la Confederación de la Producción y el Comercio: la empresa no parte en la venta y termina en la utilidad, sino que en la sociedad.
¡¿Cómo nadie había advertido una verdad tan profunda?!
En una frase (y para tomar el ejemplo del grupo Matte, entusiasta colaborador de esta iniciativa), usted puede tener madereras en la zona mapuche y simultáneamente, ocuparse de los problemas mapuches, arguyendo que tener esa maderera es indispensable para resolverlos.
La maderera crea el problema y al mismo tiempo lo resuelve.
La forma en que todo esto provee de legitimidad a la clase empresarial es notable. Hasta ahora se creía que el Opus Dei con su ascetismo intramundano (la idea que usted puede santificarse en la acumulación) era la más eficaz forma de legitimar el quehacer empresarial.
Pero no.
El ministro Alfredo Moreno, provisto de su innegable buenismo, su convicción de que la mala voluntad es la causa de todos los problemas de este mundo, su sonrisa benevolente y sus caballos, de manera involuntaria ha inventado otra más eficaz. Ahora ni siquiera el ascetismo es necesario. El quehacer empresarial en sí mismo lleva el bálsamo de la preocupación por los otros y es cosa de animar la buena voluntad de que todos disponen para que ese bálsamo aflore en medio de las conversaciones, las mesas redondas, la amistad que brota en las comisiones.
¡El buenismo era la solución!
Si a la derecha le faltaba una narrativa eficaz, sencilla, digerible, de consumo masivo y legitimadora del quehacer empresarial (después de tanto barro y tanta trampa), no cabe duda que Moreno la está, involuntariamente, elaborando.
Mientras el Frente Amplio discute acusaciones constitucionales y empuja por destituciones ante la Corte Suprema, ante sus narices se está desplegando la que quizá sea la más eficaz ofensiva ideológica y cultural de la clase empresarial. No deja de ser irónico que la fuerza política que se quería más innovadora y crítica esté dedicada a litigios jurídicos, y que la clase empresarial, que solía ser alérgica a las ideas y a las narrativas, esté ahora mismo lanzando una iniciativa que, si tiene éxito, haría aplaudir al mismo Gramsci. Su lema, que por pura timidez hasta ahora Alfredo Moreno ha callado, lo acuñó Friedman (Thomas):
En estos días, nadie tiene que ser vil para hacer negocios. (El Mercurio)
Carlos Peña