El domingo recién pasado, con la elección de los dirigentes nacionales del Partido Socialista de Chile, dejó de existir luego de una corta, aunque penosa enfermedad, la Concertación de Partidos por la Democracia. Nacida en los tumultuosos años 80 del siglo pasado, resultó ser un pacto de centroizquierda que sorprendió al sistema político, tanto por sus logros, como por el proyecto que impulsó.
Liderada por la Democracia Cristiana encabezó la oposición al General Pinochet, optó por inscribirse en los registros electorales, encarnar la opción NO en el plebiscito de 1988, para luego competir por la presidencia de la República con la candidatura de don Patricio Aylwin, quien obtuvo un holgado triunfo y con cuya gestión comenzó un ciclo de 4 gobiernos de corte socialdemócrata, moderados, que privatizaron áreas importantes de la economía, siguieron abriendo nuestras fronteras económicas al libre comercio, ampliaron el sistema previsional privado incorporando a los independientes a las AFP, y un largo etcétera que, en el fondo, marcó el abandono de las viejas utopías socialistas latinoamericanas, que sus mismos dirigentes habían impulsado dos décadas antes.
Es verdad que también hicieron algunas leseras, pero fueron más o menos las mismas leseras que hacen los socialdemócratas cuando gobiernan en las sociedades civilizadas; o sea, hacen que los países sean menos eficientes y menos competitivos, pero no menos civilizados. No es poca cosa la distinción; no se me ocurre mejor manera de graficarla que con el rol que ha jugado Felipe González en la oposición democrática internacional al chavismo venezolano. El político del PSOE “tira la línea” entre la modernidad y la barbarie, quedando él –cómo no- entre quienes se oponen a la barbarie.
En sus cortos 25 años de vida activa la Concertación significó una innovación sorprendente en la izquierda latinoamericana, se reconcilió con las instituciones “burguesas”, puso el crecimiento económico como un objetivo primordial (“Crecimiento con Igualdad” nos prometió el primer Presidente socialista después de Allende, aunque no se me ocurre ninguna categoría política en que Allende y Lagos puedan estar en una misma lista), estableció relaciones constructivas con Estados Unidos (30 años antes que los Castro se empezaran a meter el puñito en el bolsillo para sacar la billetera y mirar lo que les queda), lo que tampoco es menor.
En fin, con todas sus contradicciones, dudas, ambigüedades y pecados propios del oficio, la Concertación fue un pacto político propio de la izquierda europea, y aún un derechista irredimible como yo tiene que reconocer que sin ese pacto y sus líderes no habría habido posibilidad de transición exitosa, de consolidación democrática, ni menos de crecimiento económico como el que tuvimos.
Un amigo mío dice que “en Chile no hay buena acción que quede sin castigo” y los dirigentes de la Concertación no escaparon a esa máxima. Ingratitud reclamaba Camilo Escalona (imposible no recordar una desafortunada y similar expresión de la señora Lucía), pero no es eso, se equivoca Escalona. En el fondo, es la vieja izquierda latinoamericana que nada tiene que agradecerle a una Concertación que quemó las banderas que ellos todavía veneran; que les dijeron por años que no podían cambiar lo que, en realidad, no querían cambiar; que los trataron con cierta condescendencia que, desde el otro lado de la vereda, se notaba.
Es que la Concertación y la vieja izquierda latinoamericana mantuvieron un matrimonio por conveniencia en que los moderados –siempre ingenuos, desde la revolución francesa hasta ahora- creyeron que eran ellos los que ganaban. El ex senador Escalona comprobó dolorosamente su error el domingo pasado. La esperanza de la rearticulación de un polo moderado PS-DC, que atemperara los afanes reformistas de la Nueva Mayoría, se esfumaron con la caída del Escalonismo, y con esa derrota se terminó de aplanar el electroencefalograma de la Concertación, cuya muerte clínica fue decretada con el discurso de la Presidenta Bachelet anunciando el inicio de la redacción de una nueva constitución, a contar de septiembre, extramuros del Congreso Nacional.
Prácticamente la unanimidad de la oposición y de los analistas moderados ven el anuncio de esta nueva Constitución, con sus cabildos y plazas ciudadanas, como una “cortina de humo” para tapar la crisis política. No puedo sino discrepar, atribuyéndole esa interpretación a un caso de negación colectiva, que me recuerda alos familiares de un paciente con muerte cerebral, que quieren ver signos de vida allí donde solo hay reflejos primarios. No amigos, la Concertación ha muerto, habrá nueva Constitución, los llamados derechos sociales se impondrán a los individuales, las garantías económicas serán un recuerdo lejano del país neoliberal, instituciones antidemocráticas como el Tribunal Constitucional y la Contraloría General de la República se tendrán que avenir a la “soberanía popular”.
Roy Jenkins, en su excelente biografía de Churchill, cuenta que la primera vez que el más grande de los conservadores se sentó en el Parlamento, siendo extraordinariamente joven, quedó ubicado al lado de un octogenario representante. Churchill, mirando a la bancada del frente, le habría dicho:
“–así que esos son nuestros enemigos?
–No Winston, que va, esos son nuestros adversarios; los enemigos los tenemos atrás”, fue la respuesta de su compañero de bancada.
Tal vez aún es tiempo de que los dirigentes que sobreviven al fallecido pacto socialdemócrata que encabezaron, asuman la sabiduría de esta anécdota y hagan un último esfuerzo por enfrentar con realismo el futuro que les espera, en una nueva coalición que sigue siendo por conveniencia, pero en que ya no hay duda posiblerespecto de la conveniencia de quién es.
Mientras tanto, los chilenos con vocación por la política y lo público, hagamos un minuto de silencio por la vieja Concertación que, justo es reconocerlo, aún era muy joven para morir. Si estaba en la flor de la vida…