Los consensos que otorgaron a Chile su peculiar estabilidad se han esfumado. A pesar de la aplicación de fórmulas de distinto signo, la economía sigue un curso mediocre, bailando al ritmo del precio del cobre. La clase media ve con frustración que la escalera del ascenso social se ha detenido, y que sus conocimientos y contactos ya no tienen la misma cotización. El mundo rural se siente expuesto al despojo y la violencia. Las ciudades son inundadas por migrantes que arriban con costumbres y conceptos de la vida colectiva y de la autoridad diferentes. Las tomas y los asentamientos ilegales se expanden como hongos, con el consiguiente deterioro del entorno urbano.
Se han evanecido el valor de las normas, de la disciplina y de la autoridad. Aumentan la violencia y la delincuencia, con crímenes horrendos que se creían propios de otros estados civilizatorios. Basta con levantar una piedra para encontrarse con una organización que reclama altivamente nuevos derechos.
A pesar de los signos de progreso, y que han accedido como nunca a la educación, en los jóvenes reina una visión crítica de los 30 años precedentes. Las universidades se han vuelto focos de rebeldía, con protestas que replican lo que acontece en los campus estadounidenses y europeos.
Nuevas generaciones ocupan el gobierno, pero la inexperiencia y la burocracia las devoran. Chile, en suma, se hunde en un pantano para el que no encuentra salida, conducido por actores políticos que, enceguecidos por la competencia, han desahuciado la vieja práctica de la transacción y los acuerdos.
Si el lector piensa que se trata de los tiempos actuales, lamento decirle que está equivocado; es una somera descripción, según los actores de la época, del estado del país en el último tercio de la década de los sesenta del siglo 20.
La sensación de inestabilidad era aun superior a la de estos días, pues se agregaba el ruido de sables. La frustración ante el estancamiento era idéntica. Los planes para combatir el letargo, de una u otra orientación, fracasaban a poco andar. El precio del cobre, como hoy, ponía la música de fondo.
La clase media, que había hecho propias las ilusiones del Chile mesocrático (los “30 años” de entonces), miraba su evaporación con la nostalgia que produce aquello que se sabe no volverá.
El Chile rural vivía bajo el temor de las tomas y la reforma agraria, así como hoy lo hace bajo la sombra del bandolerismo y la violencia política. Los forasteros que, los años 50, inundaban las periferias de las ciudades, acentuando el déficit de viviendas y formando poblamientos ilegales, no venían de otros países de la región, como ahora; llegaban del campo, en especial de las zonas mapuche, en gran parte analfabetos y carentes de experiencia salarial, con lo cual la brecha cultural con la vida citadina era superior a la de los inmigrantes extranjeros de hoy.
Cundía el mismo miedo al desborde y a la delincuencia, aunque su símbolo era antes el Chacal de Nahueltoro que el crimen organizado multinacional. Con Frei Montalva la organización popular se había extendido y fortalecido, provocando un silencioso (y temido) reequilibrio de fuerzas en las relaciones sociales.
Su gobierno, formado por una nueva generación política, ofrecía dejar atrás un pasado mezquino, pero los problemas seguían. Los jóvenes accedían a la educación básica y media con las mismas expectativas con que en los últimos años lo han hecho a la terciaria, y estimaban igualmente que la recompensa no era justa con sus esfuerzos. Su idealismo era pasto seco para todo tipo de protestas, siguiendo el 68 parisino y la oposición a la guerra de Vietnam en la Universidad de Columbia, igual como hoy el #metoo y la denuncia por Gaza. La dirigencia política, curiosamente, era acusada, como ahora, de haber perdido su talento para ceder y construir acuerdos.
Se le imputa a Mark Twain decir que “la historia no se repite, pero rima”. Confiemos esté en lo cierto. (El Mercurio)
Eugenio Tironi