Actualmente, las universidades en Chile son entendidas como organizaciones que venden productos y servicios, y que necesitan competir entre ellas, con el fin de autofinanciarse. En primer lugar, venden carreras profesionales y técnicas a través de sus programas de pregrado, posgrado y formación continua. En segundo lugar, mediante sus procesos de investigación, producen y venden “conocimiento” que, de una u otra manera, puede ser de utilidad para los gobiernos y para las empresas. Esta mirada reduccionista de la universidad, que la convierte en una suerte de industria de la educación, fue impuesta en Chile a partir de la década del 80, a través de las reformas que llevó a cabo la dictadura cívico-militar.
En este contexto, las universidades privadas, creadas después de la década del 80, nacieron como negocios. Por su parte, las universidades tradicionales tuvieron que aprender a funcionar bajo la lógica del negocio. En el fondo, fueron, y siguen siendo, el escenario de un choque entre visiones contrapuestas en torno a su papel en la sociedad: por una parte, desde una mirada republicana, se entiende que las universidades son instituciones que pertenecen o dependen del Estado y que su principal misión consiste en desarrollar el conocimiento y promover la cultura, en pos del progreso de todos. Desde otra mirada, son empresas cuyo aporte es comercializar un servicio de vital importancia para el resto de la sociedad. Por esta razón, el Estado las apoya y les entrega cierto tipo de subvenciones, pero no se hace cargo de ellas. Esta segunda visión es la que hoy en día está vigente y determina la estructura legal, política y económica de las universidades, incluyendo las universidades estatales, que deben autofinanciarse.
Otro de los híbridos difíciles de comprender son los aportes que provienen de los proyectos financiados por la Comisión Nacional de Ciencia y Tecnología (Conicyt), dependiente del Ministerio de Educación. Se supone que los recursos que distribuye Conicyt son obtenidos por los investigadores y por las instituciones a las que pertenecen a través de procesos competitivos. Sin embargo, desde un primer momento, los dados han estado cargados en favor de las universidades tradicionales más grandes del país y de grupos de académicos que se conocen y se ayudan entre sí, en desmedro de aquellos que no pertenecen a sus círculos.Por supuesto que esta lógica mercantil ha sido imposible de aplicar “a rajatabla” y desde el comienzo de la reforma de la educación superior en la década del 80 hasta el día de hoy, para financiar a las universidades, el Estado se ha visto en la necesidad de utilizar un conjunto de figuras extrañas, híbridas, difíciles de entender y de justificar, como, por ejemplo, el Aporte Fiscal Directo (AFD), donde el 95% de los recursos se distribuye a las universidades conforme a criterios históricos y donde se favorece tanto a instituciones estatales como privadas tradicionales. Uno de los casos, tal vez, más emblemáticos, es el de la Pontificia Universidad Católica, que a partir de la época de la dictadura creció aprovechando las regalías de ambos mundos: el público y el privado, con el segundo AFD más alto de todas las universidades del CRUCH y sin los controles y exigencias administrativas y legales de las instituciones pertenecientes al Estado de Chile.
Así, por ejemplo, en el año 2014, de los $73 mil cuatrocientos nueve millones que Conicyt en total entregó a las instituciones de educación superior, $47 mil doscientos dieciocho millones, es decir, el 64,27%, recayeron en 3 universidades de un total de 41: la Universidad de Chile (32,04%), la Pontificia Universidad Católica (19,21%) y la Universidad de Concepción (13,02%).
A su vez, Fondecyt, el Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico, creado en el año 1981 y dependiente de Conicyt, este mismo año 2014 financió proyectos de investigación por un monto de $21 mil ciento ochenta y seis millones. El 74,9% de este monto fue entregado a académicos de estas tres universidades. Si, a modo de botón de muestra, tomamos en consideración lo que ocurre en el ámbito de la educación, podremos observar que existe un grupo de estudio de Conicyt, compuesto por 12 personas, pertenecientes a 9 universidades, encargadas de buscar evaluadores externos para apoyar la evaluación de las propuestas que se presentan en Fondecyt cada año.
Entre 2013 y 2015, se adjudicaron 58 proyectos de iniciación a la investigación, de los cuales 34 fueron obtenidos por personas que trabajan en alguna de estas 9 universidades y 17 por personas que egresaron de ellas, ya sea en carreras de pregrado o de postgrado. Es decir, el 87,9% de los proyectos de educación que se aprobaron en ese período, se los adjudicaron personas que tienen algún tipo de relación con las universidades a las que pertenecen los integrantes del grupo de estudio de educación. Desde el punto de vista de la participación regional, 62,07% fueron entregados en la Región Metropolitana, el 17,24% en la Región de Valparaíso, el 10,34% en la Región de La Araucanía. Es decir, el 90,28% de los recursos se concentró en apenas 3 regiones.
El pensamiento neoliberal que se instaló en nuestro país durante la década de los años 80 concibe que el desarrollo de la investigación y la generación de conocimiento se origina a partir de una competencia al estilo darwinista, donde prevalecen los más aptos y los “mejores”. Sin embargo, para poder justificar la concentración de los recursos que existe en un sistema aparentemente competitivo –es decir, donde todos aquellos que cumplen con determinados requisitos, tienen las mismas oportunidades de obtener buenos resultados–, es necesario diseñar los concursos de Fondecyt como muchas de las otras competencias a las que ya estamos acostumbrados en nuestro país: un tipo de competencia donde aquellos que participan con ventaja tienen la posibilidad de manejar las reglas y, luego, mostrar sus aparentes logros para seguir defendiendo una posición de privilegio que les permite seguir manejando dichas reglas. Todo esto basado, por supuesto, en procedimientos que carecen de transparencia.
En primer lugar, Conicyt no publica cómo se eligen y se nombran los integrantes de los grupos de estudio, ni tampoco cómo se eligen y se nombran los evaluadores externos de las propuestas. Tampoco publica el nombre de estos evaluadores externos. Ni siquiera da a conocer el título de los proyectos que obtienen financiamiento y un resumen que explique, en términos generales, de qué se trata cada uno de ellos, pasando a llevar, incluso, el Artículo 8° del DFL 33 que dio origen a la creación de Fondecyt.
Esto último, abre una puerta para que un grupo muy pequeño de personas, que accede al contenido completo de las propuestas, pueda plagiarlas, sin que exista la posibilidad de una fiscalización abierta. En segundo lugar, la evaluación de las propuestas no es ciega. Los evaluadores, nombrados por cada grupo de estudio, conocen, desde el primer momento, a quién están evaluando y de qué institución proviene el concursante. O sea, es una evaluación ciega, sorda y muda para quien es evaluado, pero completamente cristalina para quienes están en condiciones de emitir un veredicto. Por último, la información que se entrega a las personas cuyos proyectos no son seleccionados, se lleva a cabo a través de un documento que describe el juicio de los evaluadores y el puntaje obtenido en la postulación. Nada que permita corroborar que el procedimiento se llevó a cabo de manera equitativa y correcta.
El problema de la educación en Chile no solo es un tema de recursos sino también de diseño y de paradigma. Pasa por la forma en que está estructurado el sistema de enseñanza en todos sus niveles, pero también alcanza las concepciones que tenemos en torno a la investigación y al desarrollo de conocimiento. Conicyt es un organismo antiguo, obsoleto, y Fondecyt es una figura creada en la dictadura hace tres décadas al alero de un modelo de financiamiento de la educación superior que carece de transparencia. Por esta razón, es necesario repensar con mayor profundidad la manera en que nuestro país aborda su propio desarrollo a través de la educación y otorga las herramientas adecuadas para generar un tipo de conocimiento que se traduzca en una mejor calidad de vida para todas y para todos.
Para 2016 ya fue aprobado un aumento de 150 millones de pesos para Conicyt, además de la autorización adicional del gasto por 4.000 millones. La pregunta que cabe hacerse es: ¿vale la pena? Es cierto que el porcentaje que nuestro país utiliza para la investigación científica es bajo, en comparación con otros países de la OCDE; sin embargo, ¿qué sentido tiene inyectar más recursos en un sistema que hace aguas por todas partes?