La reciente creación de un Ministerio de Seguridad es una noticia que merece múltiples críticas. No sólo representa la proliferación de nuevos ministerios que, como sabemos, no resuelven problemas y sólo suman más burocracia -que no deja de ser un problema en sí-, sino que además implica delejar la seguridad interior del país -una función primordial del Poder Ejecutivo- a un organismo sectorial. Pero lo que resulta aún más llamativo es la felicidad con que Carolina Tohá anunció esta medida. No cabía en sí de gozo ante una noticia que, en esencia, no significa otra cosa que quitarle responsabilidades. En un gesto que no puede interpretarse más que como una penosa renuncia, celebró públicamente lo que equivale a admitir que estaba encantada de perder atribuciones.
Para preocupación de todos, este no es un problema exclusivo de Carolina Tohá. Ser ministro del Interior se había convertido en un trabajo intolerable para la mayoría de los políticos chilenos, una verdadera máquina moledora de carne que dicen que ha puesto fin a prometedoras carreras políticas -la verdad sea dicha, tan prometedoras no eran entonces. Jorge Selume relata en Tiempos Mejores cómo Juan Carlos Jobet, en su momento ministro de Energía, fue considerado como sucesor de Víctor Pérez en la cartera de Interior durante el segundo gobierno de Sebastián Piñera, pero tuvo el buen tino de rechazar la oferta. No se equivoque: vivimos en una época en la que los políticos eluden las responsabilidades más importantes y, para colmo, tienen la facilidad de presentar esas renuncias como si fueran éxitos estratégicos.
Si algo agrava aún más esta situación, es que el problema no se limita al Ministerio del Interior. Está presente en todos los rincones de la política: en un gobierno incapaz de asumir las consecuencias de la ley corta de isapres, en una oposición que celebra las bondades de no ser gobierno -algo tan absurdo como un futbolista alabando las ventajas de estar en la banca. Este problema también permea sectores sensibles como la educación, aunque no toda: afecta especialmente a la educación de los más pobres. Lo vemos en la rectora del Internado Nacional Barros Arana, que minimiza los problemas hablando de “hechos aislados” y “grupos minoritarios”, mientras en su establecimiento se fabrican bombas molotov. Lo vemos también en el ministro de Educación, que presume de una disminución en los hechos de violencia en el INBA, como si uno solo no fuera motivo suficiente para echarlos a todos con un puntapié en el tafanario.
¿Por qué sucede esto? La respuesta más común a esta interrogante apunta a una ciudadanía cada vez más indomable, que gracias a las nuevas tecnologías desprecia al poder que antaño consideraba casi sacrosanto. Según esta perspectiva, vivimos en una crisis de autoridad donde los ciudadanos han perdido el respeto por las instituciones y sus representantes. Sin embargo, esta explicación falla en algo fundamental: la inmensa mayoría de la ciudadanía no está en el negocio de la agitación ni en el cuestionamiento sistemático de la autoridad. La mayoría de las personas está ocupada con el desafío cotidiano de vivir su vida de la mejor manera posible, enfrentando las dificultades propias de sus circunstancias.
Si algo caracteriza a esta época, no es tanto una crisis de autoridad emanada de la ciudadanía, sino más bien una crisis de autoridades. Son los propios líderes quienes han decidido no estar a la altura de sus responsabilidades, quienes huyen de las posiciones que requieren fortaleza y decisiones impopulares, y quienes, en el fondo, han dejado vacíos de poder que inevitablemente otros llenarán. En esta dinámica, los ciudadanos no se han vuelto más difíciles de gobernar; simplemente perciben que quienes gobiernan han perdido la voluntad de liderar.
Y han perdido esta voluntad más por comodidad que por incapacidad. Son plenamente conscientes de los altos costos que muchas veces implica hacer lo correcto y, por esa misma razón, eluden cumplir con su deber. Nosotros, los ciudadanos, tampoco ayudamos mucho cuando aceptamos sus excusas como si fueran diagnósticos categóricos e irrefutables. Un ejemplo emblemático crisis de autoridades es Mariano Rajoy, ex Presidente del Gobierno español, cuya trayectoria política fue descrita magistralmente por Federico Jiménez Losantos en Los años perdidos de Mariano Rajoy con sutil sentido ontológico: “Con la perspectiva de hoy, puede decirse que su carrera política ha consistido en renunciar al ser a cambio del estar, es decir, de seguir estando”. Una descripción que encapsula con precisión a quienes prefieren evitar la responsabilidad de liderar y limitan su política a perpetuarse en el poder sin propósito ni dirección.
Cuando pedimos superar esta crisis de autoridades no estamos demandando algo irrealizable: sólo pedimos que las autoridades hagan su trabajo y cumplan con sus deberes. No se trata de exigir líderes carismáticos o demagogos, sino todo lo contrario: devolver a la política su esencia, donde la celebritas no sustituya a la auctoritas. Es una demanda sencilla pero fundamental: que quienes ejercen el poder -no sólo en el ámbito político- lo hagan con seriedad y responsabilidad, sin buscar aplausos fáciles ni escudarse en excusas para no actuar.
Por eso, siempre he defendido que una política sana necesita que la farándula cumpla su propio rol en paralelo, sin invadir el terreno de lo político. Cuando estos planos se confunden, el resultado de desastroso: terminamos con figuras como Maite Orsini en el Congreso. No puede ser que la única forma de alcanzar notoriedad sea a través de la política. La existencia de una farándula robusta y separada es indispensable para evitar que la política se convierta en un espectáculo, y para recordar que la política es, antes que todo, el arte de gobernar y no de figurar.
Tampoco clamamos por líderes autoritarios, porque si algo caracteriza esta crisis de autoridades son tiranos benevolentes: figuras que sólo piensan en su bienestar personal, disfrazándolo su inacción como moderación. Cuando un director de escuela no pone fin a la violencia en su establecimiento porque no le conviene, no está siendo moderado, está siendo un oportunista que se aferra a su cargo sin cumplir con su deber. Probablemente justificará su inacción diciendo que “no quiere apagar el fuego con bencina”, pero la verdad es que no quiere ni levantarse de su escritorio, mucho menos enfrentar los costos de hacer lo correcto. La comodidad se ha convertido en la excusa perfecta para disfrazar la falta de fortaleza bajo una fachada de prudencia.
No estamos en una crisis de autoridad, sino de autoridades. No faltan reglas ni instituciones, lo que falta es voluntad y responsabilidad en quienes deberían liderar. Mientras nuestras autoridades sigan renunciando a sus deberes y se refugien en excusas, el país seguirá estancado en este vacío de liderazgo. (El Líbero)
Juan Lagos