“Como es la familia, así es la humanidad porque así es el hombre”. Esta frase, que fue pronunciada por san Juan Pablo II, nos interpela especialmente en estos días. La crisis social y política que estamos viviendo nos ha puesto en una situación de tal desamparo, que no pocos han puesto ingenuamente su confianza y esperanzas en el Estado y las estructuras jurídicas que ordenan la sociedad.
La ingenuidad radica en que las personas no cambian porque así lo diga un papel. A pesar de la promesa de cierto sector político de que una nueva Constitución podrá efectivamente resguardar nuestros derechos o que un cambio en el “modelo económico” nos convertirá en personas generosas y solidarias, todo esto no pasa de ser puro lirismo jurídico. Y lo es, porque esta visión de las cosas obvia un dato elemental: la libertad del hombre. Mientras el hombre no se decida a hacer el bien y evitar el mal, poco o nada importará lo que se diga en las leyes, la Constitución o que se confieran diversas e intensas potestades a los organismos estatales. Como decía hace poco Álvaro Ferrer, si bien las leyes influyen, solo lo hacen accidentalmente, pues “no pueden determinar unívocamente la decisión de nadie”.
Pero mientras discutimos todo esto, se nos olvida que hay una comunidad que fue creada precisamente para aquello que la sociedad requiere, que son mejores personas: la familia. Es en la familia donde las personas, niños, descubren su vocación social, y aprenden que su realización pasa precisamente por darse a los demás. Es ahí donde nuestros futuros empresarios, políticos, profesores, ciudadanos todos, aprenden a amar y ser amados (mirando a sus padres). Es esta comunidad, primera y nuclear, la que enseña que la verdadera libertad es escoger y hacer el bien, y que el mal es algo que se debe aborrecer.
Por esto no deja de llamar una y otra vez la atención, la incapacidad de la clase política de comprender la radical importancia de la familia y su fortalecimiento. A pesar de que el artículo 1 de la Constitución lo dice con todas sus letras, las políticas que se han implementado durante las últimas décadas no han hecho otra cosa que remar en sentido opuesto (ya se puede apreciar el poder del papel). Estamos, en cierto modo, cosechando lo que hemos sembrado. Y no será posible superar los males que hoy denunciamos, se escriba lo que se escriba en la nueva Constitución, si no fortalecemos la familia.
¿Cómo se lleva a cabo este fortalecimiento? No debemos esperar ninguna declaración legal ni constitucional, tampoco ninguna política. Obviamente hay ciertas decisiones de la autoridad que influyen (para mal), pero la responsabilidad primera está en los padres. Aquí se requiere un cambio cultural, movido por cambios personales: debemos ser padres presentes, ejerciendo la autoridad con ternura y firmeza, comprendiendo que la empresa que tenemos por delante, la de ser buenos padres (lo que va íntimamente ligado a ser buen marido y mujer), es inequívocamente el mayor desafío y la mayor responsabilidad. Es lo más valioso, y lo que tiene más efecto en la comunidad política. Es lo más grande, más significativo, más precioso, lo que más realiza.
En tiempos en que lo revolucionario es lo que atrae, no hay propuesta más revolucionaria, por sus efectos radicales y por ser algo absolutamente opuesto a la cultura individualista imperante, que volver a poner a la familia en el lugar que corresponde.
Cristóbal Aguilera/El Líbero